martes, 25 de septiembre de 2012

Capítulo 6


                                             Imagen encontrada en Internet. ©Sus respectivos dueños. -Su uso es puramente ilustrativo.

Siempre traté de negar mi enfermedad, de convencerme de que no existía, de pensar que eso no me podía suceder a mí, de que todo era mentira: mis resultados en los exámenes, mis visitas con los doctores y sus diagnósticos. A pesar de esto, continué con los estudios. Mi esposa me llegó a acompañar varias veces a mis consultas, nuestro hijo se quedaba encargado, la mayoría de las veces, con mi suegra o con mi mamá.
Cuando asistí a hacerme el ecosonograma, mi esposa me acompañó.
Al nombrarme, entré al consultorio. Dentro había una enfermera encargándose de los controles del aparato mientras un muchacho, no sé si doctor o enfermero, me pedía que me quitara la playera y que me recostara boca abajo. Al terminar de obedecerlo, él me colocó un gel en la zona renal y comenzó con su trabajo. Durante todo el tiempo no dejó de platicarme amenamente a la vez que me preguntaba mis datos personales para que la chica los introdujera a la computadora.
— ¿Y cómo te sientes?
—Bien, sólo un poco cansado. ¿Es malo lo que tengo? —Insistía en mi creencia de que algo en los estudios había salido mal y que mi condición no era grave.
—Sí, pero no estés pensando en eso todo el día, estás joven y ya verás que vas a salir adelante.
— ¿Qué es lo que indican mis estudios? —Pregunté mientras me quitaba los residuos del gel con pañuelos desechables y me ponía otra vez la camisa. Después de meditarlo por unos segundos, me dio su respuesta.
—Tus riñones están algo pequeños para tu peso y estatura, pero échale ganas y no dejes tus citas ni tus exámenes —él sonrió amablemente y me palmeó la espalda—. ¡Ánimo!
“¿Ánimo? ¿Por qué me dicen eso? Sólo te dan ánimos de esa manera cuando las cosas están mal… o van a empeorar.”
El día de la siguiente cita, ya en el consultorio, el médico revisó mis exámenes y después de unos segundos habló como si no pasara nada:
—Pues bien, —señaló las hojas con los resultados de mi ecosonograma— aquí se nos confirma que tu enfermedad es IRC y que tenemos que trasplantarte.
Al escuchar sus palabras, las cuales parecían no haber penetrado en mi cerebro, me quedé muy confundido.
El doctor comenzó a escribir en algunas hojas mientras yo le pregunté acerca de lo que indicaban los resultados. El hombre manoteó y parpadeó un par de veces, dejó mi expediente y me miró fijamente.
—Tu enfermedad es llamada Insuficiencia Renal Crónica —comenzó a hablar— y, como lo indica su nombre, el daño sufrido por tus riñones es algo que te viene de mucho tiempo atrás, hablamos de años. ¿Por qué se te dañaron? —Se encogió de hombros—, no lo sé. Para saberlo sería necesario hacerte una biopsia, que consiste en tomar un pequeño fragmento de los órganos en cuestión y analizarlos, pero eso es irrelevante en este momento, el daño está presente y nada podemos hacer para revertirlo.
—Pero a mí no me duele nada —repliqué.
—Existen dos tipos de insuficiencia renal: la crónica, llamada IRC, y la aguda o IRA. Cuando se presenta la Insuficiencia Renal Aguda, ésta se puede distinguir por la rapidez en que aparecen los síntomas como dolor, ausencia de orina. Por eso es aguda, y normalmente puede aliviarse con medicamentos o con alguna intervención quirúrgica. Un ejemplo son las piedras en el riñón. La IRC, una vez que se presenta, va desarrollándose lentamente, al paso del tiempo, y es asintomático. ¿Qué es esto? Fácil: que no presenta síntomas. La IRC es una enfermedad que no duele —nos miró a los tres y reiteró sus palabras—. No duele y por eso es muy difícil de diagnosticar a tiempo. Los datos que indican tus exámenes nos dicen que tus riñones están tirando proteína por la orina y que ya no están filtrando correctamente la sangre. Los niveles de creatinina, que es, digámoslo así, una toxina que nuestro cuerpo desecha, que se muestran aquí, son altos, pero aún son aceptables y podemos iniciar el protocolo.
No entendimos exactamente a lo que se refería, aunque las preguntas no se hicieron esperar.
— ¿Y qué es lo que se puede hacer, doctor? —Cuestionó mi mamá.
—Se tienen que realizar una serie de exámenes para prepararte para el trasplante de riñón —me miró de reojo.
Al escuchar esas palabras, me asusté al igual que las mujeres que iban conmigo.
“¿Trasplante —pensé—, de cuál fumó?”
— ¿Trasplante renal? —Pregunté.
—Sí —el médico asintió despacio.
— ¿No hay otra forma que no sea el trasplante?
El galeno movió la cabeza de un lado a otro, como temblando. Tenía los ojos cerrados.
—Existe la diálisis peritoneal, pero ésta sólo te ayudaría un poco. La solución definitiva es el trasplante.
—Pero, yo no me siento mal.
—Como ya te dije, la IRC no presenta síntomas, no es como las piedras en el riñón, que duelen —se tocó la espalda— y por eso te das cuenta de que tienes un problema. Ahora lo importante es que te convenzas de tu condición y de que la solución que necesitas es el trasplante renal. No hay de otra —volvió a vernos a los tres y a reiterar sus palabras—. No hay de otra.
En ese momento se me vinieron mil preguntas a la mente, pero no lograba expresarlas con claridad.
— ¿Por qué tengo esta enfermedad? ¿Qué me hizo mal?
—No lo podemos saber con certeza hasta que te hagamos una biopsia, pero eso se puede hacer una vez que se te haga el trasplante. No es necesario que te hagamos una incisión, lo que significaría más dolor para ti. Especulando un poco, podríamos pensar que tu daño es causado por un tipo de enfermedad renal llamada glomérulo nefritis crónica, la cual es causada por inflamación de las estructuras internas del riñón —giró su mano en el aire, como envolviendo algo en ella—, también nombrados como glomérulos. La IRC incluso puede deberse a: presión sanguínea elevada, diabetes o infecciones. Por tu juventud yo descartaría la diabetes y la presión elevada pero en fin, pueden ser varias las causas que te provocaron IRC, pero en este momento son irrelevantes, lo importante, es esto —tomó el ecosonograma y señalándolo prosiguió con sus palabras—. Este estudio lo único que hace es confirmarnos tu estado: tus riñones son muy pequeños, infantiles, y no pueden con la carga que tu cuerpo les exige.
— ¿Y qué debemos de hacer ahora, doctor? —Cuestionó mi madre.
—Te voy a recetar algunos medicamentos para tratar de estabilizarte un tiempo mientras te hacemos los exámenes pertinentes.
El galeno comenzó a escribir y por un rato todos guardamos silencio. Al terminar, me facilitó varios papeles y recetas y me dio indicaciones de cuándo pedir cita nuevamente.
En fin —palmeó por los costados su máquina de escribir—, aún estamos a tiempo de realizarte el protocolo y de hacerte el trasplante sin la necesidad de ponerte diálisis.
— ¿Y si no se me hiciera el trasplante? —Pregunté, con bastante temor.
El doctor volvió a mover la cabeza como temblando, una vez más hizo esto con los ojos cerrados.
—La enfermedad progresaría y comenzarías con más problemas: calambres, falta de apetito, debilidad, daño al corazón por hipertensión, etc. La IRC es irreversible, tus riñones se están encogiendo y éstos no pueden regenerarse. Es muy importante que te des cuenta de tu condición y la aceptes, y de igual forma, aceptes que la solución es el trasplante renal. Lo mismo es aquí que en Estados Unidos o cualquier país, y la solución es la misma. Es imperativo que no perdamos tiempo. La decisión es tuya, pero es mi deber decirte que, si no te atiendes...
El doctor guardó silencio y me miró fijamente. En mi mente terminé la frase que dejó inconclusa y ésta me perseguiría como una sombra nefasta que apoyaba sus manos sobre mis hombros.
“…Voy a morir.”
Y de pronto, sentí que la vida se me acabó de un solo golpe.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Capítulo 5


Imagen encontrada en Internet. ©Sus respectivos dueños. -Su uso es puramente ilustrativo.

Nos presentamos en el hospital el día señalado en la hoja, me acompañaban mi esposa y mi mamá, quien había insistido en ir con nosotros. Dejé mi tarjetón en el control 1 y después fui a tomar asiento junto a mis acompañantes. El lugar a donde entraríamos sería al consultorio 1, ubicado en la planta baja, justo a un lado de la farmacia. Nos sentamos frente a la misma. El lugar se iluminaba con luz artificial ya que no lucía ventanas, lo cual, aunado al color de la pintura y a lo bajo del techo, lo hace ver un poco triste y algo deprimente, esto aparte del hecho de ser un hospital.
Como algo que se convertiría en rutina, la enfermera salió del consultorio y me nombró. Acudí rápidamente, con intenciones de ver al doctor pero la mujer me detuvo: sólo me había llamado para pesarme, tomar mi presión y medir mi estatura. Hecho esto, volví a mi lugar.
Más tarde, tiempo en el que varios pacientes entraron antes que yo, la enfermera volvió a llamarme, esta vez era para entrar a consulta.
Los cuartos son pequeños; después de que pasamos el primero, que es donde toman la presión y el peso, se pasa al lugar del médico. La habitación mide aproximadamente lo doble de la primera, tiene una ventana que da a la calle, una cama de auscultación, que hace las veces de asiento, un locker frente a la ventana, y el escritorio sobre el cual descansa la máquina de escribir donde el doctor, un hombre delgado, sin cabellera en la parte superior de la cabeza, con las arrugas propias de alguien de edad madura y con cara de no muy buen carácter, tecleaba una hoja que terminó y guardó en un expediente. Tomó el mío y sin decir palabras lo hojeó mientras me preguntaba el motivo de mi visita. Una vez más conté la historia desde el intento de trasfusión de sangre hasta el punto en donde estábamos.
—Bien, antes de emitir cualquier diagnóstico te mandaré a hacer algunos exámenes para determinar tu condición.
Dicho esto, tomó unos papeles y los comenzó a llenar con mis datos e indicando los análisis a realizar, que en esta ocasión serían un estudio de sangre, donde también se incluía los análisis de creatinina y de urea, y de orina, donde se pedía los valores de proteinuria (pérdida de proteína a través de la orina). En otra hojita me mandó a hacer un ecosonograma renal. Los exámenes se solicitaron con la mayor brevedad y sin más que decir, salimos del consultorio con la esperanza de que todo saldría bien…

                                                      …esperanza que pronto quedaría en la cuerda floja.

martes, 11 de septiembre de 2012

Capítulo 4


                                     Imagen encontrada en Internet. ©Sus respectivos dueños. -Su uso es puramente ilustrativo.

Mi esposa me acompañó a la cita a medicina interna al Centro Médico. Al llegar nuestro turno pasamos y conocimos a la persona quien nos atendería. El médico era un hombrón de facciones rudas, portaba la bata blanca desabrochada y estaba sentado atrás de un pequeño escritorio, sobre éste descansaba una máquina de escribir la cual parecía un juguete en las manos de aquel señor. El consultorio era muy pequeño, casi claustrofóbico. Frente a la puerta yacía una mampara que separaba otro pequeño cuarto; al parecer era dónde se auscultaba a los enfermos, con su propia puerta del otro lado, la cual comenzaríamos a llamar, con el tiempo y mis constantes visitas a este tipo de consultorios, “la entrada de los doctores” ya que daba a un pasillo al que sólo los médicos tenían acceso. El médico nos cuestionó del motivo por el cual nos habían mandado con él, nosotros le explicamos mi intento fallido por donar sangre, mis análisis mostrando mi baja de hemoglobina, mi cita con el médico familiar y mi llegada hasta este momento.
—¿Y te hicieron más exámenes? —Me preguntó el galeno.
—Sí, el médico familiar me mandó a hacer unos.
—¿Y los traen consigo? Esto para evitarnos más “chupadas” de sangre, ya que, como dicen ustedes, de por sí ya no tienes, ahora si te sacamos más, estamos peor —rió.
Sonreí ligeramente y le extendí el papel con los resultados. El doctor los tomó, cruzó la pierna y se acomodó en su asiento plácidamente. Conforme los leía su expresión se agravó. Volteaba a verme sorprendido y luego volvía a ver los papeles que pendían de su mano. Ésta acción la repitió varias veces con semblante incrédulo. Al fin habló.
—¿Éstos son los resultados que te dieron?
—Sí —respondí.
—¿Y andas caminando? —Su pregunta se me hizo graciosa, generando una respuesta igual en mi cerebro:
“Pues, nomás véame”. Lógicamente no dije esto.
—Sí —fue la respuesta que le di seriamente.
El doctor volteó a ver los papeles y nuevamente pareció leerlos y una vez más me miró descreído.
—¿Te embrujaron?
Cuestionó el hombre. Su pregunta causó la risa de mi mujer y que yo me hiciera para atrás sin saber qué decir y con los ojos muy abiertos.
—¿No te quiere tu suegra y te embrujó o qué pasó aquí?
—No lo sé —respondí con una sonrisa. Se me hacía que sus preguntas eran una broma.
—Pues no entiendo cómo, con estos niveles de hemoglobina, puedes estar de pie. Esto es como para que ya estuvieras encamado y trasfundido. La verdad que no me lo explico —dejó caer los papeles al escritorio mientras negaba con la cabeza. Me preocupé un poco al escucharlo. Acto seguido, el doctor se acomodó para poder escribir en su máquina mientras me daba indicaciones de lo que se tendría que hacer.
—Te voy a escribir un pase a nefrología para que allí te revisen a ver qué sucede. Según estos análisis estás tirando la sangre por la orina, y esto es necesario que lo vea a profundidad el especialista.
Por algunos segundos estuvimos en silencio mientras terminaba de hacer los papeles, después me los dio y nos hizo las indicaciones de los pasos a seguir.
Dimos las gracias y salimos del consultorio. Ese mismo día arreglamos todo para obtener la cita concedida a la especialidad de nefrología; ahí me esperaba saber la mortal noticia acerca de mi enfermedad, una noticia que afectaría enormemente mi vida y la de mis seres queridos, y me gustara o no… Ya nada volvería a ser como antes.