viernes, 28 de diciembre de 2012

Un breve adiós




En este punto me gustaría hacer un paréntesis muy breve para recordar a mi primo Santos, quien falleció por el cáncer que padecía.
¿Cuántas veces no escuchamos que alguien enviudó?, ¿cuántas veces que alguien quedó huérfano? Podemos describir, o quizás imaginar un poco el dolor de aquellos que pierden a su cónyuge o a sus padres, por eso les ponemos nombres: viudos, huérfanos… pero, al menos en mi entendimiento, no tenemos una palabra que describa el profundo dolor de un padre, una madre, al perder a su hijo. Es tan fuerte, tan triste y desolador tal sufrimiento que quizá por eso no se dice, o nadie se ha atrevido a inventarla. Nadie debería tener que vivir el fallecimiento de sus hijos.
Suelo olvidar muchos sucesos que en mi vida han pasado pero creo que nunca olvidaré la noche en que me dieron la fatal noticia del deceso de mi primo. Fue una noche muy triste, muy larga.
No me corresponde a mí hablar de ese momento, así que sólo diré que Santos fue un gran hombre, un amigo en las buenas y en las malas, un hijo muy amado y estoy seguro de que hubieras sido un gran y amoroso padre para con tu hija, primo, pero parece que te desesperaste un poco y no quisiste quedarte aquí para conocerla, y fue por eso que te fuiste al cielo, a recibirla con un beso y a enviárnosla con tu bendición.
Descansa en paz.

Capítulo 10



Desesperación ©Luis Orquín Domínguez. -Su uso es puramente ilustrativo.

Durante todo este tiempo seguí mi vida normalmente: continuaba con mi trabajo como si nada pasara, tratando de pensar lo menos posible en mi condición.
Yo mismo intentaba darme ánimos, queriendo o no, ignorando mi padecimiento.
“Vamos, échale ganas, que al cabo lo que tengo no es grave y al rato vas a ver que sólo fue un error y que estoy más sano que un caballo de carreras.”
En ciertas reuniones, familiares o con amigos, veía a varias personas departiendo, fumando y bebiendo cerveza o tequila sin ninguna preocupación, y yo como el chinito: nomás “milando”.
“Estaría bien que, en lugar de medicina, me recetaran cinco cigarros diarios y algunas copas por lo menos una vez a la semana. Ahí sí me aplicaba a seguir las indicaciones del médico, no importando lo que opinen los demás.”
Pero la verdad era otra; aunque los medicamentos alópatas en sí no tenían sabor, porque eran cápsulas o pastillas, y la homeopatía no me causaba molestias, la organoterapia sí la sufría.  Recuerdo muy bien que, según transcurría el tiempo, me era cada vez más difícil el levantarme por las mañanas: me sentía más pesado, más fatigado, y desde el momento que destapaba el primer frasco y el olor de éste me llegaba a la nariz, me hacían querer dejar de tomarlo. El sabor me parecía cada vez más desagradable, pero recordando que lo que hacía era para mi bien, y con la esperanza de evitar una cirugía, seguía con el proceso.
Una a una las gotas iban cayendo al agua y se fundían con ella hasta terminar la primera toma, después tomaba el segundo frasco y repetía la maniobra; cuarenta gotas. Lo mismo hacía con el tercero.  De sólo ver la forma en cómo el medicamento se revolvía con el agua, ya podía percibir el mal sabor en la boca, y ya no hablar del momento en que la tomaba: cada vez me daba más asco sintiendo que ya no podría hacerlo de nuevo, pero al siguiente día volvía a levantarme sintiendo más y más hastío, y resignándome a tomar la siguiente dosis.
“Dios mío —pensaba cada mañana—, ¿y ahora qué voy a hacer? —Volteaba a ver a mi esposa y a mi hijo quienes aún dormían en sus respectivos aposentos. — ¿Y ellos qué van a hacer? ¿Y mi hijo qué va a hacer si yo…? —Acariciaba su pequeña cabeza, dentro de su cuna, una y otra vez. En esos momentos me daba cuenta del gran silencio que se apoderaba de la recámara—. ¿…qué va a hacer si yo muero?
Y sentía cómo una gran impotencia, angustia y desesperación, crecían dentro de mí.

Capítulo 9



Camino a lo que fue ©Giorgina Savio -Su uso es puramente ilustrativo.


La idea de tomar mi orina no me gustó para nada, pero en una cita con la homeópata, con la que seguía yendo para tratar de reforzar mi organismo, le pregunté si sabía algo de esto:
—Uro terapia —me comentó mientras asentía un par de veces—, sí, he escuchado de ello pero, para ser honestos, es muy poco factible que se la recomiendes a alguien y esta persona la practique de inmediato. La uro terapia es un proceso de asimilación y aceptación de tu cuerpo, pero te reitero, como la mayoría de la gente piensa que la orina es un desecho, algo sucio, es muy difícil de convencerla de que esto puede traerle un bien.
— ¿Y usted cree que yo debería hacerla? —Pregunté con el rostro mostrando entre rechazo y temor.
—Como te mencioné, tienes que pasar por un proceso de aceptación —me sonrió amable y se acercó un poco más a mí, de forma confidente—. Mira, si crees que esto podría hacerte un bien, podríamos hacer lo siguiente: tú me traerías la orina que juntes en la mañana y yo utilizaría el método que usamos para la homeopatía, en otras palabras, lo que yo te entregaría sería un preparado homeopático de tu orina. ¿Qué opinas?
—Que me parece bien —contesté contento teniendo en mente que con la uro terapia que yo haría no tendría que beber, al menos no directamente, de mi orina.
Le agradecí a la doctora y me dispuse a llevar a cabo lo que me pidió y así, al día siguiente y muy temprano, le di una botella con el líquido amarillo que ese día había orinado.
—Muy bien —me dijo sonriente—, ahora tengo que prepararlo y en dos días te tendré tu medicamento.
—Gracias —me despedí contento con la promesa de volver el día que me indicó.
Al llegarse el día me presenté en su consultorio; ella me entregó una bolsita de plástico transparente que contenía un frasquito tipo gotero de color blanco translucido con un líquido transparente, me dio indicaciones de como tomarlo y me instó a regresar por más cuando se me acabara.
— ¿Cuánto le debo? —Pregunté señalando la bolsita.
—No, nada. Tú no te preocupes por eso —me comentó con su natural sonrisa—, ésta va por cuenta de la casa.
— ¿Segura? —Insistí.
—Sí, tú no te apures. Pero te reitero: no dejes tu tratamiento ni tus exámenes del hospital.
Yo asentí un par de veces y me alejé del lugar.  Después de varios metros caminados, volteé y me aseguré que la doctora ya no me viera.
“Bueno —pensé—, a ver cómo nos resulta la orino terapia “Light”. Vamos a ver a qué huele.”
Saqué el frasquito de su envoltorio y lo destapé, me lo acerqué a la nariz lentamente y con mucha precaución le di un par de olfateadas.
“¡Qué chido! —exclamé gustoso—. Huele a puro alcoholito. Así deberían de hacer todas las medicinas. Tendríamos un mundo sin guerras, por lo menos sin guerras entre madres e hijos, porque con eso de “¡Tomate tu medicina!” “¡No, mamá, no quiero! ¡Sabe muy feo!” “¡Me importa un churro a qué te sepa, te la tomas o te la tomas!”, y luego agarra al pobre escuincle y le enjareta toda la botella. Pobres de nuestros niños. En cambio si la medicina fuera como ésta… —reflexioné un poco—. No, creo que de cualquier manera seguirían los enfrentamientos, pero ésta vez al revés: “¡Qué onda, mi mamashita! Hic, ya me toca mi medishina ¿verda’?” “No, hijo, ya no tienes almorranas, ya no es necesario que tomes más” “Peros’que me duele la uña del dedo gordo del pie deresho. Nomás deme unos traguitos y ya‘stuvo.” “No, mijo, entiende que ya no te voy a dar” “Me sheva la shin… ¡Le’stoy dishiendo que me dé másh! ¡Qué me siento que me voy a morir!” “¡Se muere madres, pinche escuincle neurótico! ¡Ahora se me va a su cuarto a que se le baje el efecto de la dosis de la mañana!”  Y después le da un sopapo. Ni modo, así es la vida.”
Llegando a este punto yo ya me atendía en el hospital con el nefrólogo quien me daba medicina para mantenerme estable; me atendía con la zahorí para tratar de que se regeneraran mis riñones, y comencé a tomar la homeopatía hecha con mi orina para tratar de equilibrar el buen funcionamiento de mis órganos. Estaba probando con tres diferentes opciones… y aún faltaban más.

Capítulo 8




Solo ©Ramón L. Morales

Cierto día me encontraba trabajando normalmente mientras escuchaba la radio en una estación donde suelen pasar programas de información, ya sea general, de noticias o de entretenimiento, cuando escuché algunas palabras que llamaron fuertemente mi atención.
Dejé lo que estaba haciendo para colocarme a un lado del aparato receptor para así no perder detalle de lo que se decía. Las personas que hablaban desde cabina eran tres o cuatro comentaristas y la invitada, quien era especialista en un tratamiento alternativo llamado organoterapia, el cual consistía en hacer que los órganos del cuerpo, cualquiera de ellos, que estuvieran atrofiados se regeneraran y recuperaran su función normal por medio de ésta técnica. La mujer comentaba que este tratamiento tenía sus bases en la homeopatía debido a que el proceso con el que se realiza el medicamento es básicamente igual.
—Para lograr esta medicina lo que se hace es —aclaró la especialista—, básicamente, criar un ganado vacuno de forma especial, completamente natural y sin ningún tipo de químico, para de ese animal tomar el órgano similar y después pulverizarlo para diluirlo varias veces hasta que quede preparado para ser ingerido y haga la labor para la que fue creado.
— ¿Es decir que si yo padezco del hígado, el órgano a preparar es un hígado de una res? —Preguntó un comentarista.
—Así es, y lo mismo se hace con todos los demás órganos.
—Digamos que yo padezco de la vista —cuestionó otro de los comentaristas— ¿en ese caso lo que me tengo que tomar es esa disolución hecha con el globo ocular de una vaca?
—Sí. Suena un poco gracioso, pero así es.
— ¿Y cuánto cuesta este tratamiento y cuánto tiempo tiene que tomarlo alguien enfermo para que pueda ver resultados favorables?
—El precio varía un poco dependiendo del tratamiento a seguir y del tiempo que necesite el mismo. La organoterapia es lenta en su acción, pero los resultados son excelentes.
Mientras escuchaba el reportaje se me vinieron varias preguntas a la mente, por lo que agucé oído mientras anotaba mis interrogantes en una hoja para mandarlas por fax al programa, para ver si era posible que le dieran respuesta a mis diferentes inquietudes. Poco tiempo después, mis preguntas fueron expuestas a la mujer.
—Pasamos ahora a algunas preguntas que nos hacen los radioescuchas —anunció el locutor de manera clara y pausada—: nos piden que le preguntemos a nuestra invitada lo siguiente: ¿La organoterapia sirve para casos de insuficiencia renal? ¿Es posible que, realizando la organoterapia, se pueda evitar el trasplante renal? ¿Cuál es el costo del tratamiento? ¿Cuánto tiempo dura el tratamiento?
—Bueno —contestó la invitada—, he tenido casos de gente ya dializada que, haciendo la organoterapia, incluso se les ha retirado la diálisis, por lo que han evitado una operación más grande como lo sería un trasplante renal. El costo del tratamiento influye directamente en el tiempo del mismo, si se es constante es muy probable que en algunos meses pueda obtener resultados positivos.
— ¿No hay un tiempo determinado para ver la mejoría? —Cuestionó uno de los comentaristas.
—La mejoría puede observarse en unas semanas o en algunos meses, depende mucho del avance de la enfermedad.
Al escuchar toda la entrevista, apunté los datos necesarios para pedir una cita con la mujer, esperando que con la terapia que ella sugería mi enfermedad desapareciera.
Mientras hacía esto, no dejaba mis consultas ni mis exámenes en el hospital; me hacían análisis de sangre para comprobar mi compatibilidad con algún donador que, en mi caso, podía ser alguno de mis hermanos o de mis padres.
Al examinar las diferentes muestras de nuestras sangres, surgió la compatibilidad solamente con mi padre, de lo cual él estuvo muy de acuerdo como me lo manifestó, con una sonrisa en los labios, en una plática que tuvimos en el taller:
—Mira —me dijo—, tú y yo somos del mismo tipo de sangre, y estoy muy complacido por esto, ya que yo he vivido mis años y creo que es mejor que las cosas se hayan dado de esta manera, que sea yo quien te done.
Yo lo escuchaba atentamente con tristeza en mi corazón. Yo sabía que, al donador del órgano, fuera quien fuera, los exámenes le traerían dolor y que harían que su vida se modificara sobre todo en sus hábitos. Esto no le importó a mi padre. Mientras oía sus palabras, no emití opinión alguna. No me sentía con el derecho de pedir que hiciera tal sacrificio por mí, que cambiara su forma de vivir por mí, que sufriera dolor por mí… pero parecía que nada de esto le importaba, que ignoraba por lo que pasaría aunque ambos sabíamos muy bien todo el proceso por el que pasaría y a qué se expondría.
Poco a poco nos fuimos integrando, mis padres y yo, a una serie de pláticas mensuales las cuales tenían lugar en el Centro Médico y que trataban acerca del protocolo de trasplante y con todo lo relacionado al mismo. Varias personas daban este tipo de conferencias en donde se nos hablaba francamente y todas nuestras preguntas eran respondidas con honestidad, ya que es mejor saber a lo que te enfrentas a que las cosas te pasen, digamos, de sopetón. En estas platicas, que por lo general se impartían en una especie de sala de convenciones, ya que contaba con un escenario y un micrófono, se hablaba de nuestros derechos como afiliados al IMSS, nuestras dudas en cuanto al trasplante, como sería la vida después de la cirugía, comida, exámenes, trabajos, responsabilidades, etc, etc, etc. Incluso se hablaban de los mitos y miedos, de los comentarios que se escuchaban con respecto a las experiencias de terceros. También se tocaban temas como el sexo después del trasplante, creo que todos suspiramos con alivio cuando nos aclararon que nada de esto cambiaría, que podríamos seguir llevando nuestra vida sexual sin ningún problema.
“Híjole, que susto nos llevamos todos. Aunque es lógico pensar que nada de esto pudiera cambiar, si lo que van a hacernos es trasplantarnos, no cortarnos los… eh… ánimos.”
Pero sigamos con la cita de la organoterapia. El día que fui a la dirección acordada, me encontré en una casa de barrio medio-alto, de dos pisos y color blanco. Toqué el timbre y algunos segundos más tarde, me abrió un hombre y, después de presentarme y explicar el motivo de mi visita, me pidió que entrara y esperara un poco sentado en una silla mientras la zahorí, que es el título que posee la mujer encargada de las consultas, siendo así la manera cómo la llamaban y quien fuera a la estación de radio, terminaba su reunión con otro paciente.
Al cabo de unos 15 minutos, una mujer salió de la habitación que mantenía la puerta cerrada y cruzó frente a mí para salir hacia la calle. Después la Zahorí, otra mujer más joven que se dejaba ver en el umbral de la puerta mencionada anterior, me instó a que entrara a su consultorio, me sentara en una silla frente a su escritorio y le comentara el porqué de mi visita. El cuarto era espacioso con una gran ventana frente a la puerta y unos estantes en la parte de atrás, a mano derecha, con una gran cantidad de cajas y frascos goteros.
—Estoy aquí porque me quieren hacer trasplante de riñón —contesté a su pregunta—, y escuché en un programa de la radio acerca de su tratamiento y vengo a ver qué se puede hacer por mi enfermedad.
                —Bien —respondió ella—, antes que nada, vamos a ver en cuál órgano se encuentra tu padecimiento.
“¿En cuál órgano se encuentra mi padecimiento?” No entendí qué trataba de decirme. Yo le notifiqué claramente que sufría de los riñones. Me quedé algo desorientado por su respuesta mientras que ella tomaba una hoja enmicada y la colocaba sobre su escritorio con las letras hacia mí, sacó después un pequeño collar con un cristal romboide a manera de dije y lo sujeto con el pulgar y el índice. Lo colgó sobre la hoja que me había mostrado y éste comenzó a moverse en círculos de manera autónoma, no recuerdo hacia qué lado pero sí que sus dedos parecían no moverse. Los círculos se hacían pequeños rápidamente hasta que el dije quedó estático señalando un recuadro donde estaba escrita la palabra “riñones”.
—Así es —me dijo la zahorí—, tu problema son los riñones pero…
El dije se movió una vez más apuntado ahora el recuadro con la palabra “bazo”.
—…al parecer también tienes un ligero daño en tu bazo.
—Eso no lo sabía. ¿Es malo? —Inquirí.
—Realmente el daño es menor pero es mejor corregirlo ahora.
—Bueno, ¿cuál es el paso a seguir?
—Bien. La organoterapia es un tratamiento que se basa en el principio homeopático, teniendo esto en cuenta, los laboratorios que me surten de esta solución utilizan los órganos de ganado bovino. Este ganado se cría de manera totalmente natural y al llegar a una determinada edad, el animal se sacrifica y los órganos le son extraídos y, como te dije antes, son usados en el principio de la homeopatía, el cual, básicamente, trata de tomar una pequeña parte del similar, en tu caso es el riñón, y diluirlo y dinamizarlo. Una vez terminado este preparado, se receta a los pacientes. Es un proceso lento pero seguro. Si te decides a probar este tratamiento, tus riñones podrían regenerarse en algunos meses y tu bazo recobraría su función normal.
Después de pensarlo por un segundo, le di mi consentimiento a la mujer para probar la organoterapia, aunque realmente ya iba resuelto a hacerlo.
—Muy bien —dijo ella al constatar mi aprobación—, el tratamiento consta de tres frascos goteros: uno con el similar del riñón, uno con el similar del bazo y el último con similar de placenta. Este último es para ayudar a tu cuerpo a asimilar mejor y más rápido el proceso de regeneración.
Ella se levantó y caminó atrás de mí hacia donde se encontraban los estantes con una multitud de envases y frascos. Tomó tres de diferentes sitios y volvió a sentarse frente a mí.
                —Bueno, aquí tienes.  
Me presentó los frascos y me dio indicaciones de cómo usarlos. Al despejar las dudas que tenía sólo quedaba el asunto del pago, el cual sí fue un poco fuerte. Ella, al tomar el dinero me comentó:
—El costo es algo elevado, pero es como si estuvieras pagando tu trasplante, aunque en un poco más de tiempo y sin cirugía.
Tomé las cajas, di las gracias y salí de la casa. Ya afuera lo primero que hice fue examinar el contenido de los envases de cartón color ocre: Los tres decían el nombre de los laboratorios con su logotipo y su procedencia, la única diferencia radicaba en las etiquetas del similar selladas con letras azules, uno decía riñón, el otro bazo y en el tercero se leía placenta. Destapé los frascos y al acercarlos a mi nariz hice un gesto de asco, los tres despedían un olor similar y los tres olían mal. El color del líquido era café opaco, turbio, y el envase era blanco translúcido con una etiqueta con las mismas características de la caja: color ocre, el nombre y logotipo del laboratorio, y en un recuadro blanco el nombre del similar impreso con un sello azul. Las instrucciones que me dio la Zahorí de cómo tomarlo fueron las siguientes:
“Poner en un vaso lleno de agua 40 gotas de cada disolución y tomarlo 2 horas antes del desayuno. Esto debe hacerse diariamente.”
Seguí las instrucciones fielmente, aunque esto me obligaba a hacer una modificación en mi ritmo normal de vida afectando mis horas de comida y sueño.
“Me lleva la… ahora sí —renegaba para mis adentros—, tengo que levantarme desde las seis y media y hacerme güey hasta las ocho y media pa’ desayunar. Bonita fregadera.”
Cuando empecé con este tratamiento, mi mamá me mostró un libro que le habían prestado, que abordaba la curación del cuerpo por medio de la orino terapia o uro terapia, en él se mencionaba que es posible curarte de cualquier enfermedad por medio de la ingesta de tu propia orina. Me sorprendí bastante al conocer esta técnica.  Aunque no leí todo el libro, lo poco que alcancé a entender era que la orina, cuando sale del cuerpo, es estéril; que es una auto-vacuna, ya que regresamos a nuestro sistema los “desechos” del organismo; que los componentes de la orina no son tóxicos; no existen reacciones secundarias; puede ser tomada por cualquier persona y de cualquier edad, siempre y cuando la ingesta sea de su propia orina; puede tomarse mezclándola con un poco de jugo para irse acostumbrando al sabor; que en un inicio lo mejor es tomarla en ayuno y después, poco a poco, ir ingiriendo más cantidad hasta el punto que uno desee; que debe beberse en un periodo no mayor a quince minutos después de ser expulsada y más cuestiones por el estilo que, por producirme rechazo a la idea, no leí. Mi madre me insistió en que leyera más de esta técnica, que consiguiera más información y que, si lo consideraba prudente, y teniendo en cuenta mi enfermedad, la intentara, y así lo hice pero de una manera muy diferente, una variante de la “original”.