jueves, 30 de agosto de 2012

Una chica enferma de IRC


Nota: Esto es un paréntesis dentro de la publicación de los capítulos del libro Una Esperanza de Vida, acerca de algo que me pasó hace poco y lo quisiera compartir.

Hace unos días acudí a mi cita regular con la nefróloga y le llevé algunos ejemplares de Una esperanza de vida, como se lo había prometido. A media consulta, y ya con los libros en sus manos, entró uno de los médicos practicantes e intercambiaron algunas palabras acerca de un procedimiento que le realizaron a un paciente, después ella le comentó acerca de mí y el libro y le preguntó si conocía a alguien a quien pudiera servirle la lectura del mismo. Él, sin dudarlo, nos habló de una chica que rechazó el protocolo de trasplante hace tiempo, y que por esos días había regresado al nosocomio al ya no encontrar otra solución. Volvía delgada y en mal estado, con los niveles de creatinina muy altos y los de hemoglobina demasiado bajos. Historias como esta son recurrentes en el hospital y en cualquier centro médico que atiende pacientes renales. Espero que la chica, a quien no conozco en persona pero que sí reconozco en su problemática, logré salir adelante, encontrar su salud y que vuelva a sonreír. Le deseo lo mejor a ella, y a todos en general.  Saludos!

Capítulo 3

                                                                                                            Imagen: ©Ramón L. Morales


        Un par de días después, cuando me tocó cita a consulta, mi esposa insistió en acompañarme y así  ambos entramos al consultorio del doctor. Después de las preguntas de rutina, pasamos a nuestra intención principal.
—¿Y cómo te sientes? —Preguntó el galeno.
—Bien, sólo que hace unos días fui a donar sangre para un primo y me rechazaron diciendo que estaba muy bajo de hemoglobina.
—Bien —el hombre se levantó y se acercó a mí para darme unas instrucciones; mostrándome su mano derecha me pidió que la cerrara y apretara fuertemente y que después la abriera, así lo hice mientras él observaba mis palmas, después me revisó las uñas apretándolas con sus dedos.
—Así es, andas bajo de hemoglobina —concluyó el médico.
—¿Y eso para qué es? —Cuestioné con referencia a lo que me había pedido hacer anteriormente.
—Mira —me mostró su puño e hizo el mismo ejercicio que yo, comparamos nuestras palmas después y se observó que en la suya, al abrir los dedos, el color rosado se perdía pero rápidamente regresaba a su lugar; era la sangre agolpándose a donde pertenecía. Al ver mi mano observamos como casi no había matiz rosado y que era muy poca la coloración que tomaba al abrir mi puño. En las uñas pasaba lo mismo; no parecía haber pigmentación rosada una vez que el doctor dejaba de presionarlas. Yo seguía viéndome las manos mientras el doctor hablaba de mandarme a hacer unos análisis de sangre para ver qué resultados obteníamos y saber qué hacer.
—¿Y esto será preocupante, doctor? —Preguntó mi esposa.
—No hay que adelantar nada, ya viendo los resultados sabremos cómo proceder.
Salimos de la consulta y fuimos a que nos dieran vigencia para los análisis, y posteriormente nos dirigimos a la clínica donde me sacarían la sangre para hacer cita.
Para no alargar más la historia, un par de días después ya tenía los resultados en las manos. Los números no me decían nada, yo desconocía todo esto pero mi mujer, cuya madre es enfermera, sí tenía entendimiento de los mismos; ella me dijo que efectivamente me encontraba algo mal: mi hemoglobina era de 7.9 debiendo de ser mayor a 12 para una persona de mi talla y estatura. Insistí en que no era nada importante; caminaba y comía normalmente, podía hacer todas las actividades que comúnmente desempeñaba, sólo que la fatiga, quisiera aceptarlo o no, poco a poco era mayor.
Al ver los resultados, mi madre se preocupó. Les sacó copia para mostrárselos a una doctora amiga suya mientras yo se los presentaba a mi médico familiar el día de la cita. El doctor no mostró ninguna emoción, sólo se limitó a decirme que me pasaría a medicina interna del Centro Médico para que vieran por qué estaba perdiendo sangre y por cuál vía se realizaba.
Salí del consultorio y mi mamá ya me esperaba con la doctora a la que le había mostrado la copia con mis exámenes. Después de hablar de lo dicho por mi médico y mi pase al hospital, la doctora pidió hablar conmigo y mi esposa por lo que salimos al estacionamiento de la clínica para hablar más en confidencia.
—A ver, muchachito —me regañó amablemente—, aquí vamos a hablar las cosas muy claramente: tu falta de hemoglobina es algo muy serio y que no debe tomarse a la ligera. Tu mamá me dice que tú como que no tienes mucho ánimo de ir con tu médico a consulta, a que te hagan un chequeo, pero esto —refiriéndose a mi pase a medicina interna— ya es un paso muy importante. Te recomiendo encarecidamente que no lo vayas a dejar de lado, que te atiendas correctamente y hagas lo que te indiquen. Nuevamente te digo: No vayas a tomar esto a la ligera y no vayas a abandonar el tratamiento que te prescriban.
—Pero yo no me siento mal —repliqué—; no me duele nada ni me siento diferente.
—Mira, el que estés asintomático no indica gran cosa, lo importante son los resultados y éstos indican que estás muy bajo de hemoglobina y que debes atenderte.
—Bueno —me encogí de hombros algo molesto porque realmente nadie parecía decirme lo que me pasaba, aparte de que no veía motivo alguno para tanto examen a pesar de los resultados de los análisis—, y esto ¿a qué se debe?
—Eso es lo que los doctores van a averiguar haciéndote exámenes más a fondo, para poder encontrar el centro de tu problema.
—Pero no me siento mal —sonreí tímidamente, como queriendo refutar cualquier suposición.
—Mira, muchachito, escúchame bien: tu falta de sangre es alarmante y si no te atiendes las consecuencias serían… muy graves —su rostro tornó a un gesto dramático.
—¿Sí es muy malo lo que puede tener? —Preguntó mi mamá, con semblante preocupado.
La doctora volteó a ver a mi madre y en tono muy serio respondió:
—Sí. Si él no se cuida y sigue pensando que lo que tiene se le va a quitar con el tiempo, está muy equivocado. Ya ves, muchachito —volvió su atención hacia mí—, no vayas a hacer desidia y atiéndete, no vayas a tener a tu madre hundida en la preocupación.
Después de la plática que nos dio la doctora, mi desasosiego comenzó a hacerse más grande.
“Ya no solamente tengo que preocuparme por la chamba, sino que ahora resulta que ando jodido de algo. ¡Fregado estoy!” —Renegaba para mí al regreso a casa.
Mi esposa me decía que no le había parecido cómo la doctora nos había hecho saber que yo podría tener algo grave, que lo dijo de forma muy exagerada y que más que otra cosa, sólo incrementaba la preocupación a quienes me rodeaban, especialmente a mi mamá, quien era la que estaba más alarmada por ésta situación la cual, al saber el nombre y las consecuencias de mi padecimiento, estaba a punto de empeorar.

jueves, 23 de agosto de 2012

Capítulo 2


                                                                   Imagen: © La carga de la soledad. -Su uso es puramente ilustrativo.

El sábado siguiente, y mientras subía las escaleras para llegar a casa, mi madre me habló pidiéndome que entrara a su hogar. Al llegar, me recargué en un mueble mientras ella me instaba a que le contara lo sucedido en el hospital. Después de hacerlo, ella, con semblante preocupado, me insistió que fuera a ver al doctor para que me evaluara y así poder descartar alguna posible enfermedad.
Físicamente yo me sentía bien, sólo el agotamiento que me abrumaba y mi color pálido eran los indicativos de mi enfermedad. No sufría de ningún dolor y por lo mismo no sentía la necesidad de que un médico me revisara.
Al fin de la plática acepté ir al doctor para que mi mamá estuviera más tranquila.
“Al cabo sólo voy a andar cansado por la chamba y por la presión de no poder encontrar un trabajo como el que tenía.”
Ésas eran mis excusas.
Ese mismo día, mi esposa  y yo fuimos al hospital a visitar a Santos. Después de estacionarnos nos dirigimos de inmediato al área oncológica. Antes de llegar a la recepción para preguntar por él, su mujer vino a nuestro encuentro. Al verla, la saludamos alegremente, siendo correspondidos por ella, pero de inmediato su atención se centró en nuestro hijo, comenzó a saludarlo y a hacerle cariños, como normalmente se le hacen a cualquier bebé.
En aquél entonces y como mencioné anteriormente, ella ya estaba esperando a su hija y estaba muy ilusionada con eso y muy agradecida con Dios por haberle permitido ser la esposa de mi primo.
—¿En dónde se encuentra Santos? —Pregunté.
Ella nos dio las señas de cómo llegar con él y que ella había salido a comprarse algo a la tienda.
Mi mujer y yo discerníamos acerca de quién pasaría primero y quién se quedaría a cuidar al bebé. Al instante, su esposa se ofreció a cuidarlo para que los dos pudiéramos entrar con tranquilidad. Así lo hicimos y rápidamente nos encontramos en la habitación donde estaba mi primo; se hallaba acostado en su cama y con la cabeza rapada, lo cual me sorprendió y entristeció un poco ya que, si bien no se veía diferente de otras veces, el hecho de verlo sin cabello sólo hacía pensar que era un indicativo típico de la quimioterapia que estaba sufriendo. Traté de mostrarme tranquilo.
—¡Qué onda, cómo están! —Nos saludó alegremente, como si nada pasara—. Qué haciendo “por acá.”
—Aquí nomás, saludando a los flojos que no se quieren levantar de la cama.
—Pues está bien. Aquí andamos.
—Y, ¿qué te pasó en la cabeza? Comprendo que no quieres que se te vean las canas, pero que te las quites cortándote el pelo estilo “cocoliso” no es la solución —bromeé.
—Es que el doctor dice que de todas formas se me va a caer, y que mejor me rape para no andar viendo cómo lo pierdo.
—Sí, está mejor.
Por un rato estuvimos ahí, platicando un poco. Noté que en algunas ocasiones él se tocaba un costado, creo que era el derecho; se notaba incómodo por momentos. Después de algunos minutos llegó su mamá y optamos por irnos para que ella se quedara con Santos y no ocasionar que nos amonestaran por estar varias personas en la misma habitación.
Llegamos a recoger a nuestro bebé y nos despedimos de su conyuge; ella iría, nuevamente, al lado de su esposo.
Camino al auto, recordé una conversación que habíamos tenido Santos y yo hace algún tiempo; nos encontrábamos en la casa de unos primos y estábamos tomando algunas cervezas, las cuales estaban a punto de terminarse y precisamente él se ofreció a ir por más. Por ser invierno y porque en esa noche hacía bastante frío, le hice una pregunta a modo de sugerencia:
—Oye ¿y qué te parecería si mejor vamos a comprar algún tequila? Está haciendo mucho frío y yo creo que sería más agradable ¿no?
Él se agachó y se acongojó.
—Bueno —contestó sin ánimo—. Pero yo mejor compro unas cervezas para mí.
—¿Qué onda? —Pregunté desconcertado—. ¿No te gusta el tequila?
—Sí me gusta, lo que pasa es que de un tiempo para acá como que me hace daño; si lo tomo siento como que se me queman las tripas, y en cambio con la cerveza, como está fría, siento que me cae muy bien.
—Qué raro ¿y por qué crees que sea eso?
—A lo mejor es que no lo tolero —se encogió de hombros.
—Sí, quizás es eso.
Pero ahora sé que no era eso lo que le provocaba aquel fuego en el estómago; era el cáncer, el maldito cáncer, el cual nos cobraría una cuota muy alta por haberme ayudado a descubrir mi malestar.

jueves, 16 de agosto de 2012

Capítulo 1



           Para contar lo que me sucedió me parce que debo empezar, por razones que pronto explicaré, desde aquí:
Por situaciones que a veces sólo el destino parece decidir, me quedé sin empleo. ¿Esto qué relevancia tiene en la historia de mi enfermedad? Mucha, porque a partir de aquí es como yo veo que todo comenzó, fue cuando mi vida inició a tornarse más complicada de lo que jamás imaginé. Yo solía ser de las personas que piensan que nacieron y que algún día van a morir sin tener en cuenta que este periodo de tiempo, al que nombramos vida, tiene muchas cosas que ofrecernos; algunas buenas y otras, lo queramos o no, malas, y aunque es lógico creer que a nadie le gusta pasar por momentos de desdicha, nosotros no podemos decidir el futuro. Todo lo que tenemos que hacer es vivir y echarle ganas a lo que se nos presente, no nos queda de otra.
Como apuntaba anteriormente, trabajaba para una empresa la cual, para mi mala fortuna… no, ahora que vuelvo la vista atrás, creo que fue para mi buena fortuna (aunque en el momento que esto pasó no lo podía ver así). Pero bueno, decía que para mi mala suerte esta compañía decidió prescindir de mi trabajo en diciembre del 2000. Fue algo bastante duro debido a que llevaba casi tres años de casado y ya había nacido mi hijo. La renta no me preocupaba pues vivíamos en la segunda planta de la casa de mis padres, la cual fue modificada para que quedaran dos viviendas completamente independientes una de la otra. Lo que mantenía mi mente ocupada era el hecho de no poder conseguir trabajo pronto y que nuestros fondos económicos se terminaran.
Debido a las fiestas decembrinas sabía que no sería factible encontrar empleo en alguna empresa donde pudiera aplicar mis conocimientos, por lo que opté por buscar labor fuera de mi ramo, como lo hice en una conocida cadena de supermercados. Es sabido que en ese tipo de lugares es constante que busquen personal para sus diversos departamentos, sobretodo en esos días festivos en que las ventas se incrementan notoriamente, pero al llegar a la entrevista de rigor me comentó la señorita que me atendió que ellos no podían emplearme por los estudios que tenía, pero que era posible que me dieran alguna oportunidad si iba a la matriz de la tienda; ahí quizás sería útil mi experiencia.
Fui a dónde me indicaron pero igual; mis estudios fueron un obstáculo ya que ellos no tenían algún puesto que ocupara alguien con un perfil como el mío.
Regresé desilusionado y considerando mentir en alguna solicitud de trabajo, omitiendo mis estudios, con el fin de que me aceptaran en algún lugar donde ocuparan personal.
“Ahora sí —renegaba—, tantos años “achicharrándome” las pestañas para que me salgan con que “no podemos contratarte porque tienes algo de estudio” —remedaba las palabras de mi entrevistadora—. ¡Si no les estoy pidiendo la gerencia ni algún puesto ejecutivo! Me lleva la… Y ahora, ¿qué voy a hacer?”
Llegué a casa y le conté toda la historia a mi esposa, quien me convenció de que mejor dejara pasar esta temporada para ver si las cosas se estabilizaban un poco y las empresas volvían a hacer contrataciones. Y así lo hice. Durante ese tiempo nos dedicamos a buscar casa y gracias a Dios conseguimos una muy barata que estaba de remate. Reunimos el dinero en varias partes y al fin, una vez alcanzado el total y aunque bastante endeudados, se nos hizo firmar el contrato de compra-venta. Al menos no todo parecía ir tan mal.
Cierto día me encontré con mi concuño, y después de saludarnos me comentó:
—     ¿Y qué onda? Me dice la cuñada que ya consiguieron casa.
—Sí —le respondí—. Sólo falta terminar el papeleo y ya.
—Oye, ¿no está canijo así cómo la van a comprar? —Él tenía conocimiento de nuestra situación económica—. Ahora que no tienes trabajo pues, ese dinero es lo único que los está alivianando, y además quedarían con una deuda pesadita por algunos años ¿no?
                —Pues sí pero, si Dios quiere, ya se viene el tiempo donde las empresas empiezan a contratar personal y yo espero poder agarrar chamba para entonces. Además nada es seguro; a lo mejor, si ahorita no aprovecho, más adelante ya no pueda tener un chance de hacerme de una; las casas se van encareciendo día con día y ya después ni siquiera con el Infonavit me va a alcanzar.
—Sí —se cruzó de brazos—. Más vale que aprovechen ahorita que tienen la oportunidad porque el dinero se va.
—Sí, si no lo inviertes en algo, ni cuenta te das cuando ya lo gastaste en algún tabledance —bromeé.
—Así es —sonrió y me palmeó la espalda un par de veces—. Entonces échale ganas, no hay de otra.
El tiempo siguió adelante, pasó la temporada navideña y comenzó mi búsqueda de empleo.
Metí currículos en varias partes; primero de manera esporádica, teniendo la esperanza de que pronto me llamarían, pero al no ver resultados y conforme pasaban los días, empecé a contactar a varias empresas al mismo tiempo, esperando poder conseguir una entrevista o alguna oportunidad. Las cosas no se dieron así y poco a poco me empecé a desesperar; ahora no sólo metía mis datos en empresas de mi ramo sino que también lo hacía en todas las que podía sin interesarme en lo más mínimo a qué se dedicaran. Sólo me importaba trabajar.
Poco tiempo después tuvimos que pagar algunas cosas concernientes a la casa y todos nuestros ahorros se acabaron. De verdad ya no tenía idea de qué hacer.
Mi padre me empezó a ayudar con algo de dinero para poder seguir adelante pero la situación no mejoraba; nadie me hablaba para alguna entrevista y los pocos que lo hacían argumentaban que sí los convencía mi perfil, pero no volvían a hablarme y si yo trataba de investigar el porqué del retraso, ellos me decían que era porque se les había caído el proyecto o que aún no se decidía mi ingreso.
Al ver que no tenía muchas opciones opté por aceptar uno de tantos empleos como vendedor; primero de alarmas para casas y después como promotor de una escuela de inglés. Ambos los tuve que dejar porque después de unos días no veía resultados y cada vez me desesperaba más.
Un buen día mi papá me ofreció trabajo como peón junto a mi tío, quien es albañil. Acepté de inmediato y comencé al siguiente día. La obra a levantar era un taller, trabajo que mi padre había venido desempeñando hace algunos años atrás.
El trabajo de un albañil, muy sabido por todos, es muy pesado y éste no era la excepción; cargar bloques, hacer la mezcla, acarrear tierra y demás cosas por el estilo era lo que a mí me tocaba hacer. Fue en este tiempo cuando comencé a sentirme abrumado y cansado; le echaba la culpa a lo pesado del trabajo y a la angustia de no poder tener un empleo más estable.
Un par de semanas más tarde, mi papá me dijo que me fuera a laborar al pequeño taller donde él trabajaba y rentaba en ese entonces, que un primo se iría a ayudarle a mi tío en la albañilería. Yo acepté sabiendo que, estar ahí, es un trabajo menos duro que el que desempeñaba actualmente.
En el taller trabajaban mi papá, mi hermano, el que seguía de mí, y mi primo quien, debido a mi entrada al taller, fue al que le tocó ir a seguir ayudándole a mi tío con la obra.
Al poco tiempo me enteré que mi mamá le insistía a mi padre para que me metiera al seguro social y así tener cubierto cualquier imprevisto (es algo extraño, ella insistía con mucho afán, como si presintiera que mi salud era algo precaria) pero yo pensaba conseguir otro trabajo, salirme pronto del taller y evitar que mi padre hiciera ese gasto extra en mí, rechazaba la proposición que se me hizo en más de una ocasión.
Tiempo después mi mamá me comenzó a notar más pálido que de costumbre, yo lo achacaba a que durante mucho tiempo trabajé en la noche, y volvía a rehusar la idea de que me dieran seguro social; mis padres aceptaban mi decisión con algo de recelo.
Trabajando en el taller, paulatinamente sentí que me cansaba más de lo acostumbrado; yo solo me reprochaba pensando que era pura flojera, y lo que hacía era comprar un refresco de cola para, según yo, levantarme un poco de mi decaimiento.
Fue en este periodo que mi hermano y yo comenzamos a platicar mucho de varias cosas que nos pasaban en la vida; me uní más a él ya que yo siempre fui el más apartado de la familia, incluso había ocasiones en que nos quedábamos charlando, mientras nos fumábamos un par de cigarros, hasta una hora o poco más después del trabajo. Fue una época que recuerdo con especial afecto.
Los días se iban sucediendo y conforme esto pasaba yo me comenzaba a sentir más raro: aparte de mis preocupaciones por no poder encontrar un trabajo en mi rama de estudios, sentía una especie de malestar general; un cansancio muy fuerte que, incluso hoy, que trato de traerlos a mi mente, los siento muy pesados de recordar, casi como si no hubieran existido o como si hubieran sido algún sueño de aquellos en los que, cuando despiertas, no sientes haber descansado y la cabeza hasta te zumba y te palpita. Yo culpaba de todo esto a la angustia y desesperación por mis problemas, aunque me parecía raro porque en ninguna otra situación, en la cual hubiera estado yo con una problemática, por más fuerte que fuera, había experimentado algo así.
Después de mucho insistir, mi mamá me convenció de entrar en el Seguro Social y así se hizo. Esto pasó casi al tiempo en que supimos que mi primo Santos, hijo de un tío de igual nombre, se encontraba algo enfermo, aunque nunca nos quisieron decir qué enfermedad le aquejaba.
Por el mes de mayo de ese año, 2001, me enteré que Santos se encontraba internado en el hospital, en el área de oncología; al saber de esto, no fueron necesarias más preguntas: mi primo padecía de cáncer.
La noticia nos fue dada en el taller ya que se necesitaban donadores de sangre y nos habían llamado para saber si alguno de nosotros, ya fuera mi hermano, mi papá o yo, podría ir a ser voluntario. Yo me ofrecí pensando en que tenía que ir a ayudar a mi primo, mi papá no objetó y rápidamente tomé camino hacia el hospital. Ya estando ahí, y con la guía de algunas personas quienes me dijeron en dónde estaba el lugar indicado para las donaciones. Ahí me encontré a la esposa y suegro de mi primo. Ella estaba embarazada de su primogénita y acompañaba a su papá, quien era otro donador.
Después de saludarlos y enterarme del estado de mi primo, tomé mi ficha y esperé mi turno. Al nombrarme la enfermera, entré a un pequeño cuarto; era donde tomaban las muestras de sangre para saber si la persona no estaba enferma de algún mal viral o alguna otra cosa que le evitara ser donador. Me tomaron una muestra de sangre y sin más, salí de la habitación.
Mientras esperaba los resultados, llené un cuestionario donde preguntaban, entre otras cosas, si eres mayor de 18 años, si tienes determinado peso y estatura, si consumes drogas o si has padecido alguna enfermedad que te incapacite como donador. Todos los requisitos los cubrí sin más problemas y conforme pasaban los minutos me ponía cada vez más nervioso; no por el hecho de que me sacaran sangre, sino porque me iban a meter agujas y permanecería con ellas por algunos minutos. Recuerdo que, de reojo, vi cómo era la extracción del líquido carmesí: en un cuarto que cuidaban de mantener con la puerta cerrada, la gente estaba sentada en amplios sillones individuales, tenían el brazo canalizado extendido, un tubo los conectaba del catéter hacia una bolsa que se mecía suavemente, como si fuera un sube y baja de los que se encuentran en los parques y hacen que los niños se diviertan.
“Pero esto no va a ser divertido” —pensaba mientras volvía la vista a otro lugar, ya que, como dije antes, esto fue sólo de reojo. No quise ver para no ponerme más nervioso, estaba seguro de que pronto estaría en alguno de esos sillones.
Después de un tiempo de espera, una enfermera dijo mi nombre y yo me acerqué a ella.
— ¿Tú eres Ramón? —me cuestionó al momento que me paré frente a su diminuto escritorio.
—Sí —contesté.
— ¿A qué vienes? —Me preguntó mientras veía unos datos en una hojita que tenía en las manos; eran mis resultados de laboratorio.
“Ha de estar drogada, borracha o la dejó su marido —pensé—, ¿no es lógico el motivo por el cual estoy aquí?”
—A donarle sangre a un primo —respondí.
La mujer movió la cabeza negativamente varias veces y frunció la boca.
—No, tú no puedes donar.
— ¿Por qué? —Pregunté confuso.
—Tus resultados indican que no puedes hacerlo: saliste bajo en sangre. Tú no estás para donar sangre, estás para que te donen a ti —me enojé por la forma en que me hizo el comentario. —Mejor ve con tu médico familiar a revisión.
— ¿Por qué, cómo salieron mis estudios? —Insistí a la vez que traté de ver los resultados, aunque no ganaba nada con hacerlo; desconocía qué querían decir las letras y los números ahí impresos.
—Tú no puedes donar sangre, estás bajo de hemoglobina y sería muy bueno que fueras con tu médico —dijo mientras nombraba a alguien más y guardaba mis estudios.
Yo me separé muy desconcertado por sus palabras y me encaminé con la esposa de Santos.
— ¿Y tu papá? —Pregunté.
—Ya lo nombraron y ya lo metieron allí adentro —señaló con la cabeza hacia donde estaba el “cuarto de los sillones”—. ¿Y a ti, qué te dijeron?
—Que no podía donar porque ando bajo de hemoglobina.
—Ah, caray. Pues sí, si andas bajo no pueden sacarte sangre, luego el encamado vas a ser tú —bromeó y ambos reímos.
Después de despedirme de ella, y de pedirle de favor que lo hiciera con su padre, salí del hospital y regresé al taller donde les conté lo que me había pasado, mi hermano, mi papá y yo nos divertimos con la historia, restándole importancia, aunque mi madre, cuando mi padre le narró lo sucedido, no lo hizo de tal manera; al tener algo de conocimiento médico se dio cuenta de que algo andaba mal… pero jamás imaginó que mi falta de hemoglobina sería apenas un aviso del calvario que se avecinaba.

Prólogo


 Cuando los doctores me dijeron que estaba enfermo de IRC, simplemente no pude creerlo. Me negué una y mil veces a aceptar mi padecimiento y, peor aún, la cura. Lamentablemente al momento de darme tan fuerte noticia, el doctor estaba sólo. ¿A qué me refiero con esto? A que si hubiera estado un sicólogo o algún profesional junto a nosotros para que me ayudara –tanto a mí como a todas las personas que recibimos noticias de este tipo- a comprender la enfermedad, a aceptarla y acceder al trasplante, creo que mucho de lo que pasamos jamás hubiera ocurrido. Todos los doctores a los que les he cuestionado acerca de cómo reacciona un paciente ante la enfermedad, contestan lo mismo: la mayoría deja el protocolo de trasplante buscando una cura que aun no existe. Los de blanco ya están acostumbrados a esto.
                ¿Por qué escribir este libro? Porque cuando acudí a mis citas al CMNO, una vez que ya me encontraba con la diálisis, pude ver en una pizarra a la entrada del hospital decenas de cartas de enfermos, ya sea trasplantados o dializados, donde exponían a todos su historia, su relato de vida; sus ganas, su coraje por seguir viviendo. Aquí supe que no era el único con esta enfermedad, que existían cientos de enfermos de IRC y que muchos de ellos no se rendirían nunca, pasara lo que pasara. Cada visita hecha a ese lugar, era obligatorio para mí detenerme en la mencionada pizarra para leer y releer esas hojas, para saber que, al igual que ellos, yo no podía darme por vencido. Todo esto me sirvió para recargar energías, para entender que existía un camino para poder mejorar mi salud.
                Este no es un libro médico, mucho menos un manual para enfermos de IRC; cada persona es diferente, y su vida impar.  
                No trato de ser condescendiente. Sólo quiero compartir lo que me pasó esperando que alguna persona pueda beneficiarse con su lectura, al igual que yo lo hice con las experiencias de aquella pizarra llena de hojas multicolor, relatos de coraje, fotos de seres humanos con un valor excepcional, pero sobre todo, llenas de esperanza.

                Gracias.

Agradecimientos


 A todos aquellos que sin saberlo me han brindado su ayuda, a quien se permitió una oración por mí, a los que considero mis amigos y me han ayudado incluso en silencio, a quienes velaron en mis noches más oscuras y han llorado junto a mí y por mí, al compañero que se acordó de mi amistad y olvidó mis errores, a mis hermanos por su compañía, a mis primos por brindarme su amistad sin ponerle condiciones, a mi esposa quien me tendió su mano cuando se lo pedí, a mis padres por mi vida y mi volver a nacer, a mi hijo por ser quien es...
     Sería muy agradable nombrar a todos, pero son tantos que sería imperdonable olvidar a alguien, así que a cada uno de ellos…
     Gracias. 

sábado, 11 de agosto de 2012

Prólogo a una vida

                                                                                                                               Portada de Alejandro Bernal


Hola. 

     Hace tiempo escribí un libro con la idea de que podría ayudarme a aliviar mis temores, aun arraigados, y con la esperanza de que, al compartirlo con otras personas, pudieran beneficiarse un poco con mi experiencia.

     Insuficiencia renal crónica, Historia de mi diálisis, salió a la luz en agosto de 2007. En él hablo de cómo me detectaron la IRC, como reaccioné ante el hallazgo y mis primeras impresiones. También describo la manera en cómo me enfrasqué a buscar una cura milagrosa... cura que no existe hasta donde profundicé. Y lo más importante; cómo acepté mi enfermedad, la manera en que dije sí al protocolo de trasplante y cómo reaccioné a la operación para colocar la diálisis. 

      Por diversas razones, cuando escribí el libro sólo hubo la oportunidad de publicar hasta aquí. Mucha gente me ha preguntado por la "segunda parte", por saber qué sucede después de la diálisis y cómo fue el trasplante. Tardé un poco, pero ya está listo. Hoy estoy en el proceso de publicar virtualmente ese trabajo, espero hacerlo de capítulo en capítulo. 

      Ha cambiado de nombre y portada -la cual está hecha por el artista gráfico y amigo Alejandro Bernal-, lleva el nombre de Una esperanza de vida, y la pueden leer en las notas de esta página. 

     Espero que pueda ayudar en algo a quien lo lea.

     Un abrazo y buena salud para todos.

     Gracias.

     ¡Y qué viva la vida..! aunque duela vivirla.