jueves, 21 de noviembre de 2013

Capítulo 12

©Melancolía-Imagen encontrada en Internet, su uso es puramente ilustrativo

Algunos días más tarde, estando sólo en mi recamara, acostado y con la cabeza llena de pensamientos referentes al protocolo, cerré los ojos y recordé las palabras que me dijera el doctor de medicina interna acerca de que parecía que alguien me había embrujado. No era la primera vez que esa idea me recorría la mente, sobretodo porque no parecía tener algún síntoma visible: ni dolor, ni hematomas, ni hinchazón, ni nada.
“¿Será cierto? ¿Será posible?”
Y como un chispazo se me vino a la mente que alguien, hace tiempo, me comentó acerca de un señor que se dedicaba a este tipo de menesteres, y que de hecho había sido muy atinado en su trabajo, logrando adivinarles varias cosas acerca de sus problemas.
“Pues por ahí dicen que el que ya nada tiene que perder a todo le tira, y se me hace que ese es mi caso. Mañana voy a informarme bien de todo esto para ver si el lunes puedo ir a ver qué me dice el amigo ese.”
Y así lo hice. Fui con las personas que habían hablado con él y les pedí que me informaran de todo lo que les había pasado, para tenerlo fresco en mis recuerdos como un referente, también para que me dijeran qué ocupaba llevar, qué día daba consulta, horarios, etc. Me dijeron que sólo veía a las personas los martes y viernes, que no tenía horario en particular y que necesitaba llevar un huevo de gallina conmigo. Ya con las instrucciones claras me despedí agradeciéndoles su amabilidad.
Un día después, el lunes, decidí ir al domicilio del señor para ir tanteando el terreno y no perderme al día siguiente, ya que me advirtieron que era mucha la gente que iba a verlo y que tenía que llegar temprano a su casa porque, de lo contrario, tardaría mucho en atenderme.
Llegué a la dirección señalada sin dificultades: era en un barrio de clase media, la casa tenía una amplia cochera enmarcada por una baranda vieja al igual que la pintura. La casa en general lucia maltrecha y descuidada. Todo alrededor era silencio, me pareció muy tranquilo el lugar. Al asomarme un poco vi que a un lado, en la casa de su vecino y sujeto en la reja, estaba un papel que decía que aquel hombre sólo atendía los días martes y viernes y que ahí no sabían dar explicaciones ni datos acerca de él.
“Al parecer es una persona bastante solicitada. Ya veremos cómo se pone todo este asunto mañana.”
Por la noche hablé con mi padre para pedirle permiso de llegar tarde al trabajo al día siguiente, argumenté que iría a un mandado, sin más cuestionamientos él aceptó aunque con un poco de extrañeza.
El martes me levanté temprano y dispuse lo necesario para mi visita.
“Mejor me llevo dos huevos, no vaya ser que a uno se le parta su… cascara.”
Subí al auto y en cuestión de minutos ya estaba estacionándome cerca del lugar. Pero mi sorpresa fue enorme al llegar a la casa y ver un gentío esperando por su turno.
“¡Ah, jijo! ¿Ahora qué? Según me vine temprano para evitar todo esto, pero por lo visto no fui el único con esa idea. ¡Pues ya estoy aquí y no me rajo!”
Acto seguido pedí indicaciones a una de las personas quien me señaló a uno de los encargados, un tipo de gruesa complexión y alto de estatura. Ya con él me explicó que tenía que esperar haciendo fila, cuál era el costo de la consulta y que se le pagaría a él antes de entrar –al parecer el señor que me atendería no está en contacto alguno con el dinero-. También me prestó un marcador de tinta indeleble y me ordeno que le pusiera mi nombre al  huevo que traía conmigo. Por cierto, si por alguna causa no llevaban aquel alimento, ellos lo proporcionaban por una cantidad adicional. Al terminar de rayar mi nombre en el cascaron, me ordenó que me lo pasara por el cuerpo, frotándolo con cuidado. Después se fue.
“¿Qué me frote el huevo en el cuerpo? ¿En todo el cuerpo? Híjole, esto va a doler y además no creo tener la flexibilidad —volteé a mi alrededor y noté como todos los presentes hacían lo indicado por el hombre, utilizando el blanquillo con el nombre escrito en él—. ¡Ah, ya entendí! Es que no fue muy claro el grandote. Me voy a sentir bastante tonto, pero todo el mundo lo hace y como dice el refrán: a donde fueres, has lo que vieres.”
Sin más empacho comencé a pasarme el producto de gallina por el cuerpo.
Minutos más tarde me encontré en el umbral de la casa, pude ver que al lado izquierdo estaba una entrada cuya puerta era sólo una manta cubriéndola por completo. Quise asomarme un poco pero el grandote me lo impidió alegando que por ahí salía el “mal”, que me hiciera a un lado. Obedecí recargándome hacia mi derecha. Todo el cuarto era una sala de espera; varias tablas de madera funcionaban como asientos. Una foto era todo el adorno del lugar. Supuse que era la persona por la cual estaba ahí. El cuarto no se alumbraba con nada, lo que lo oscurecía bastante.
Mientras esperaba dudé en si había hecho bien en haber ido.
“Jamás he sido muy creyente en este tipo de cosas, pero tantas personas dicen que sí es verdad todo, que se han sentido mejor después de que alguien así los ve. Simplemente, los compas con los que hablé dicen que les atinó a qué iban y que les numeró sus broncas y les ayudó a resolverlas. Otros dicen que nada de esto es cierto. Sí creo que existen fuerzas, energías, que nos ayudan o nos perjudican, pero a veces se hablan de cosas más… ¿cómo decirlo? Especiales, y que es mejor no meterse con eso. Pues creo que lo mejor es respetar las creencias y no enfrascarse mucho en lo que me digan, no sea que me pueda afectar sólo por estar pensando repetidamente en lo mismo.”
Al término de unas horas por fin me tocó entrar al lugar. Pagué mi cuota y el grandote recorrió la cortina permitiéndome pasar. El techo del lugar era bastante alto. Un foco iluminaba el cuarto, las paredes sobrias y avejentadas destilaban olor a humedad. Daba una sensación de frío nomás dar el primer paso. La cortina tras de mí se cerró. Miré al frente y una sensación mezcla de asombro y miedo se adueñó de mí: Una cortina rosa pálido se erguía desde el suelo hasta el techo, esta manta separaba por completo el cuarto, no había un recoveco por el cual ver lo que existía tras de ella. Sobre esta tela, en la parte superior y tocando el techo, colgaba un retrato enorme con la cara de Jesús completamente ensangrentada por la corona de espinas, el fondo era negro. Bajo esta imagen, y como si fuera un altar, una mesa muy improvisada, hecha de madera y metal, tenía sobre sí una bandeja vacía, a los pies de aquel tabloide descansaba una cubeta roja a medio llenar con un liquido cremoso de color grisáceo. Por varios segundos no pude despegar mis ojos de aquella imagen, de aquel Cristo sudando esa abundante sangre tan roja y brillante.
—Buenos días —saludé aun desconcertado por la gran imagen y las sensaciones que me provocaba el lugar en conjunto.
—Dame tu huevo —un brazo regordete salió de las mantas extendiendo su mano listo a recibir lo que me pidió, no me devolvió el saludo. Le entregué el objeto y rápidamente se perdió atrás de la tela. A partir de ahí agucé mis sentidos, sobretodo el oído, porque por más que traté de ver o distinguir algo, las cortinas no me lo permitieron.
— ¿A qué vienes? —me contestó una voz que provenía de  atrás de las mantas.
—Me… —estaba a punto de decirle de la IRC pero rápidamente pensé que lo mejor era ver qué me decía, si en verdad lograba saber el porqué estaba yo ahí— estoy enfermo. Me dicen los doctores que debo operarme y yo me niego. Quisiera saber qué tan grave es mi padecimiento.
Mientras me hacía las preguntas alcancé a escuchar una serie de sonidos tenues pero reconocibles; metal chocando entre sí, como el tintineo de piezas pequeñas.
— ¿Por qué te quieren operar?
—Porque dicen los doctores que mi padecimiento así lo requiere.
—     ¿Y tú cómo te sientes?
—Yo me siento bien. Más allá de algo fatigado, no veo clara la razón de una cirugía.
—Ya veremos…
Con estas palabras extendió su brazo fuera de las cortinas y quebró el huevo. Aunque fue algo sorpresivo en sus movimientos, pude ver claramente que se trataba del mío por el nombre escrito en el cascaron. El contenido cayó en la vasija. Terminada la veloz maniobra, el brazo volvió a ocultarse. Sin asombro observé que en el recipiente descansaban algunas piezas oxidadas y mojadas.
— ¿Qué fue lo que salió? —preguntó la persona.
—Tres clavos y una cadena —contesté con voz serena.
—Bien, ahora vacía el contenido en el bote que está a tus pies.
Tomé el recipiente e hice lo que me ordenó. Después dejé la vasija en su lugar.
—Tú no estás tan mal —aseveró la voz—, no necesitas cirugía. Lo que tienes es una enfermedad de la sangre.
—Entonces… ¿no es necesario que me operen?
—No.
— ¿Qué es lo que tengo, de qué estoy enfermo?
—Tienes una enfermedad de la sangre. Nada más.
—Es que me dicen que estoy mal de los riñones.
— ¿Quién te dijo eso? —al hacerme esta cuestión, el hombre salió de su lugar, sólo un paso, lo que me permitió ver parte de su cuerpo: era un hombre bajito y regordete. Aunque salió un poco, se cuidó de cubrir su rostro con la misma tela rosa.
—Los doctores.
—No, no, no. Tú estás mal de tu sangre, es todo —regresó tras las cortinas.
Al escuchar sus palabras tan seguras y determinadas, decidí hablar de mi enfermedad.
—Lo que pasa es que en el seguro social me detectaron insuficiencia renal crónica, una enfermedad de los riñones
— ¿De los riñones?
—Sí.
Para esto el hombre pareció sorprendido y traspasó por completo las cortinas, quedando a unos centímetros de mí, pero siempre cubriendo su cara con la tela. Durante el resto de la conversación salió y entró al cuarto en repetidas ocasiones, pero siempre cuidándose de no descubrir su rostro.
— ¿Qué fue lo que te dijeron?
—Que mis riñones ya no crecieron; se quedaron infantiles y ya no pueden con la carga de mi cuerpo.
— ¿Y te quieren operar de los riñones?
—No exactamente, lo que quieren hacer es trasplantarme; colocarme un riñón de alguien más.
—Hacerte un trasplante de riñón… pero, ¿tú cómo te sientes?
—Bueno, yo me siento bien. No me duele nada ni siento que algo esté mal en mi cuerpo.
—Entonces ¿por qué te quieren operar si dices que te sientes bien?
—Lo que pasa es que traté de donarle sangre a un primo y me detectaron que andaba muy bajo de hemoglobina, me mandaron a hacer varios estudios y por estos me diagnosticaron la insuficiencia renal. Me dijeron que la solución a mi problema es trasplantarme, pero yo no quiero.
—Tú estás bien, no necesitas ninguna operación. De lo que si estás mal es de la sangre, pero nada más. ¿Sabes qué es el micle?
—Sí —de hecho en casa de mis padres una gran planta adornaba el patio.
—El micle es una planta de hojas grandes que tiene una flor anaranjada, alargada. Consíguete unas hojas y las pones a hervir, ya que suelte el color dejas que se enfrié y te lo tomas como agua de uso y ya con eso vas a tener. Tú estás mal de la sangre, eso es todo.
Volvió a encerrarse tras las cortinas. Comprendiendo que no tenía más que hacer allí, salí del cuarto dando las gracias. Me dirigí directamente a la calle y de ahí a mi auto. Una vez dentro tome rumbo a mi trabajo mientras reflexionaba en la experiencia y sobretodo en la cura propuesta por aquel personaje.
“A fin de cuentas, nada. No le atinó a lo que tengo, bueno, dice que es una enfermedad de la sangre, si lo atribuimos a mi falta de la misma, entonces se acercó un poco, pero sólo un poco. De hecho la ausencia de sangre no es la enfermedad, es un síntoma. Y me recomienda que beba tés de micle, con lo feo que ha de saber.”
Poco a poco mis pensamientos me llevaron a realizar muchas reflexiones acerca de mi reciente experiencia, y aunque no lo aceptaba concretamente, en verdad me sentía desilusionado, esperaba que el hombre tras las mantas me dijera algo que en verdad me ayudara.
“Que beba té de micle, ¡y para mí que ha de saber horrible!
Ya no quise darle más vueltas al asunto, por lo que dejé que el día transcurriera su habitual marcha, acercándose la fecha para el examen miccional. Pero con el pasar de los minutos una idea se concretizaba más y más en mi mente:
“¿Y qué pasaría si abandonara todo lo concerniente a la cirugía? ¿Qué tal si me quedo únicamente con los remedios y tratamientos naturales y espero que eso sea suficiente? ¿Pero qué tal si lo que estoy haciendo no es lo correcto? ¿Si en realidad necesito trasplantarme?”
Tales disertaciones tendrían respuesta muy pronto…, y de una forma que sólo en sueños lograba imaginar.

Capítulo 11

Desesperación ©Maria del Valle -Su uso es puramente ilustrativo

Cierto día, en el cual me tocaba consulta con el nefrólogo, acudí a la cita y, como ya era una costumbre que se hizo con el tiempo, esperé un rato a que me tocara mi turno. Afuera del consultorio varias personas más me hacían compañía, la mayoría eran adultos de edad avanzada, algunos iban con sillas de ruedas y en general todos llevaban alguien que les hacía el tiempo de espera un poco más llevadero.
Me parece importante resaltar que muchos jóvenes también estaban ahí en espera de ser llamados. Muchos de ellos presentaban el color amarillento característico del avance de la enfermedad. Al verlos y observar cómo algunos de ellos se veían desde agitados hasta fatigados, me hacían pensar que su enfermedad les estaba arrebatando la vida, y así era, sólo que yo aún me negaba a creerlo por completo, me negaba a creer que yo sufría de su mismo padecimiento, que yo podría llegar a lucir los mismos síntomas que les aquejaban.
Me miré las manos y no aprecié el mismo tono de color de piel que algunos de los enfermos.
“Yo no tengo nada —me decía—, no me veo como los demás. Posiblemente tengo algo sin mucha importancia, pero que da algunos síntomas de insuficiencia renal y por eso se confundió el doctor”
Agaché la cabeza con desgano, en mi interior ya me hacía a la idea de que algo en mi cuerpo no funcionaba bien y de que, si me encontraba ahí, era por algo.
Ya me sentía algo cansado cuando vi que salió una mujer de edad avanzada; era la paciente que en su momento atendió el médico, ella anunció mi nombre; era mi turno.
Entré al consultorio y me senté frente al escritorio del doctor quien, como ya era normal, se encontraba terminando de llenar unos papeles en su máquina de escribir. Al terminar los guardó en su respectivo expediente y volvió su mirada hacia mí.
— ¿Cómo te has sentido? —Me cuestionó.
—Bien.
— ¿Tienes el papel con tu peso y presión?
—Sí —le di un papelito con las lecturas que mencionó y que previamente me había tomado la enfermera en turno.
—Bien —dijo el galeno mientras asentía un par de veces con su muy particular forma de mover la cabeza. Después anexó los datos en mi expediente escribiéndolos en el mismo.
                — ¿Y los exámenes que te pedí?
—Aquí están.
El doctor tomó un gran sobre que contenía unas radiografías que se me habían tomado un par de días atrás. Las observó e hizo algunos señalamientos y anotaciones, después sacó del mismo sobre los papeles con los resultados de los análisis de sangre y orina que se me hacían como un procedimiento rutinario, y después de leerlos se dirigió a mí.
—Pues parece que vamos bien. Sí seguimos con este ritmo y si todos los exámenes faltantes resultan favorables, entonces será posible operarte antes de que nos veamos en la necesidad de ponerte diálisis.
“Diálisis —pensé—, otra vez la ha vuelto a mencionar”
— ¿Qué es eso de la diálisis, doctor? —Externé mis dudas ya que antes sólo oía la palabra sin prestarle mucha atención.
El doctor, una vez más, parpadeó rápidamente con ese ligero temblor de cabeza que ya le conocía.
—La diálisis es una pequeña operación en donde se le coloca al enfermo un catéter peritoneal por el cual se introduce y se extrae una solución diseñada para remover productos de desecho, tales como la urea y la creatinina, e incluso ayuda a regular un poco el nivel de agua que se forma por la retención de líquidos, y que tus riñones ya no pueden filtrar ni eliminar. Existen principalmente dos tipos de catéter: uno rígido y otro blando. El catéter rígido se usa más bien en casos de extrema emergencia, donde se tenga en juego la vida. El blando se usa con el fin de que el paciente pueda andar libremente y pueda desempeñar la mayoría de sus labores cotidianas. A este proceso se le denomina Diálisis Peritoneal Continua Ambulatoria y se le conoce como DPCA pero, como te dije anteriormente, si todo sigue como hasta hoy, no habrá necesidad de usar este método.
— ¿Qué es lo que determina si se tiene que dializar a alguien o no?
—Principalmente los altos niveles de creatinina.
—Vaya —exclamé con desaliento.
—Veo que aun no te haces a la idea de tu enfermedad —me aseguró quizás porque me observó muy dubitativo—. Entiende una cosa: tú tienes un problema, nada más. Los problemas tienen arreglo y en tu caso es el trasplante. Puedes ir a Estados Unidos, a Europa… ¡a donde quieras! En todas partes te darán el mismo diagnostico y la misma solución que te doy aquí. Estás en tu derecho de buscar otras opiniones, de consultar otros médicos, pero te recalco: es importante no perder tiempo, seguir con el protocolo.
Asentí con el mismo ánimo de siempre. El médico, al ver que ya no pregunté nada más, siguió con el proceso del protocolo de trasplante renal.
—Muy bien. El siguiente análisis a realizar es el cistograma miccional.
Él tomó unas hojas y comenzó a anotar la orden para la realización del examen, yo lo miré fijamente mientras hacía su trabajo al tiempo que, en mi mente, trataba de encontrar el significado de las palabras con las que describió la prueba, mas no supe a qué podría referirse por lo que le pregunté:
— ¿Para qué es ese análisis, cómo se hace?
El galeno dejó de escribir y me miró atento mientras me describía el proceso.
—Este examen sirve para saber si tu vejiga tiene el tamaño suficiente para poder colocarte el injerto, porque éste no va en lugar de alguno de tus riñones enfermos —aclaró—, sino que se coloca en esta área —señaló su bajo vientre con ambas manos, exactamente a un costado de donde tenemos la vejiga—. En este preciso lugar es ideal ya que se puede “conectar” a las venas y arterias que pasan por este sitio, y el uréter del órgano donado, el cual es un conducto por donde el riñón desemboca la orina, se “conecta” a la vejiga sin  ningún problema, y de esta manera la orina se desecha de forma normal.
— ¿Y cómo se hace? —Reiteré mi duda.
El galeno frunció la boca y suspiró ligeramente antes de darme su explicación. Lo hizo como una persona acostumbrada a dar una noticia que sabe que le traerá dificultades. Días después comprendí el porqué de su gesto.
—El proceso consiste en introducir un catéter muy fino por la vía urinaria, e inyectar un líquido de contraste mientras se te toman unas placas, una especie de radiografías, las cuales nos darán la medida de tu vejiga.
Me quedé sorprendido por sus palabras.
— ¿Por la vía urinaria?, ¿a qué se refiere?, —aunque la respuesta era clara, tenía la esperanza de que se tratara de una forma diferente a como la entendía.
—Se introducirá el catéter por el pene hasta llegar a la vejiga para poder soltar el líquido que nos permitirá hacer las lecturas necesarias.
Su contestación vino a reafirmar el temor que sentía, al confirmar que el examen se haría como lo había pensado.
                Agaché la cabeza, traté de no pensar en nada más mientras el galeno terminaba de llenar las hojas necesarias y algunas recetas para intercambiarlas por los medicamentos que necesitaba.
Saliendo del hospital, después de realizar los trámites necesarios para mi siguiente cita, procedimiento que ya era habitual, compré un pan en la tienda. Para entonces, y sin intención de mi parte, la forma en que se haría el cistograma miccional entró a mi cabeza poco a poco hasta que ya no me era posible pensar en otra cosa.
Un par de cuadras después, abordé mi carro y comencé la marcha a mi hogar. No podía dejar de pensar en el examen que se me practicaría, sobretodo en la forma en que éste se tendría que hacer.
“Dios —pensé—, ¿cómo es posible que se pueda realizar algo así? ¿Cómo pueden decirme que me van a meter un catéter por el pene? ¿Qué tan grande será? ¿Qué tan grueso estará? ¿Dolerá mucho? —En ese momento la desesperación se sentó a mi lado—. Tiene que ser algo muy delgadito, si no, ¿cómo sería posible que algo así pudiera penetrar en esa parte que normalmente es muy estrecha? Dios, van a meterme algo por el pene. No quiero que me hagan eso. Por favor no quiero, no quiero ¡NO QUIERO!”
Golpeé el volante con todas mis fuerzas y por primera vez en el tiempo que llevaba desde que me descubrieron la anemia que dio inicio al protocolo, sentí lo que era la impotencia realmente, el no tener el control de mi destino en ninguna forma. Sentí cómo era esa sensación de completa soledad.
De mis ojos, y sin que yo lo fomentara, empezaron a caer gruesas lágrimas hasta que se convirtieron en verdaderos chorros que bajaban por mis mejillas y nublaban mi vista por completo.
Durante el camino de regreso a casa lloré mucho, como hacía muchos años no lo había hecho, no me importó si alguien me vio o lo que pensaría la gente; no podía despejar el miedo al examen que tendría que afrontar próximamente, el miedo al dolor que me provocaría el hacérmelo, el miedo a enfrentar la realidad que, poco a poco, se agolpaba en mi persona cada vez con mayor prisa y menor descanso.
Tenía miedo, mucho miedo.
Entre sollozos, oré pidiéndole a Dios por mí.
“Dios mío, qué va a ser de mí, qué me va a pasar. Dios, no me dejes por favor… no me dejes.”
Y por el resto del día, la desesperación y la soledad se hicieron mis únicas amigas… y no parecían querer marcharse jamás.

viernes, 28 de diciembre de 2012

Un breve adiós




En este punto me gustaría hacer un paréntesis muy breve para recordar a mi primo Santos, quien falleció por el cáncer que padecía.
¿Cuántas veces no escuchamos que alguien enviudó?, ¿cuántas veces que alguien quedó huérfano? Podemos describir, o quizás imaginar un poco el dolor de aquellos que pierden a su cónyuge o a sus padres, por eso les ponemos nombres: viudos, huérfanos… pero, al menos en mi entendimiento, no tenemos una palabra que describa el profundo dolor de un padre, una madre, al perder a su hijo. Es tan fuerte, tan triste y desolador tal sufrimiento que quizá por eso no se dice, o nadie se ha atrevido a inventarla. Nadie debería tener que vivir el fallecimiento de sus hijos.
Suelo olvidar muchos sucesos que en mi vida han pasado pero creo que nunca olvidaré la noche en que me dieron la fatal noticia del deceso de mi primo. Fue una noche muy triste, muy larga.
No me corresponde a mí hablar de ese momento, así que sólo diré que Santos fue un gran hombre, un amigo en las buenas y en las malas, un hijo muy amado y estoy seguro de que hubieras sido un gran y amoroso padre para con tu hija, primo, pero parece que te desesperaste un poco y no quisiste quedarte aquí para conocerla, y fue por eso que te fuiste al cielo, a recibirla con un beso y a enviárnosla con tu bendición.
Descansa en paz.

Capítulo 10



Desesperación ©Luis Orquín Domínguez. -Su uso es puramente ilustrativo.

Durante todo este tiempo seguí mi vida normalmente: continuaba con mi trabajo como si nada pasara, tratando de pensar lo menos posible en mi condición.
Yo mismo intentaba darme ánimos, queriendo o no, ignorando mi padecimiento.
“Vamos, échale ganas, que al cabo lo que tengo no es grave y al rato vas a ver que sólo fue un error y que estoy más sano que un caballo de carreras.”
En ciertas reuniones, familiares o con amigos, veía a varias personas departiendo, fumando y bebiendo cerveza o tequila sin ninguna preocupación, y yo como el chinito: nomás “milando”.
“Estaría bien que, en lugar de medicina, me recetaran cinco cigarros diarios y algunas copas por lo menos una vez a la semana. Ahí sí me aplicaba a seguir las indicaciones del médico, no importando lo que opinen los demás.”
Pero la verdad era otra; aunque los medicamentos alópatas en sí no tenían sabor, porque eran cápsulas o pastillas, y la homeopatía no me causaba molestias, la organoterapia sí la sufría.  Recuerdo muy bien que, según transcurría el tiempo, me era cada vez más difícil el levantarme por las mañanas: me sentía más pesado, más fatigado, y desde el momento que destapaba el primer frasco y el olor de éste me llegaba a la nariz, me hacían querer dejar de tomarlo. El sabor me parecía cada vez más desagradable, pero recordando que lo que hacía era para mi bien, y con la esperanza de evitar una cirugía, seguía con el proceso.
Una a una las gotas iban cayendo al agua y se fundían con ella hasta terminar la primera toma, después tomaba el segundo frasco y repetía la maniobra; cuarenta gotas. Lo mismo hacía con el tercero.  De sólo ver la forma en cómo el medicamento se revolvía con el agua, ya podía percibir el mal sabor en la boca, y ya no hablar del momento en que la tomaba: cada vez me daba más asco sintiendo que ya no podría hacerlo de nuevo, pero al siguiente día volvía a levantarme sintiendo más y más hastío, y resignándome a tomar la siguiente dosis.
“Dios mío —pensaba cada mañana—, ¿y ahora qué voy a hacer? —Volteaba a ver a mi esposa y a mi hijo quienes aún dormían en sus respectivos aposentos. — ¿Y ellos qué van a hacer? ¿Y mi hijo qué va a hacer si yo…? —Acariciaba su pequeña cabeza, dentro de su cuna, una y otra vez. En esos momentos me daba cuenta del gran silencio que se apoderaba de la recámara—. ¿…qué va a hacer si yo muero?
Y sentía cómo una gran impotencia, angustia y desesperación, crecían dentro de mí.

Capítulo 9



Camino a lo que fue ©Giorgina Savio -Su uso es puramente ilustrativo.


La idea de tomar mi orina no me gustó para nada, pero en una cita con la homeópata, con la que seguía yendo para tratar de reforzar mi organismo, le pregunté si sabía algo de esto:
—Uro terapia —me comentó mientras asentía un par de veces—, sí, he escuchado de ello pero, para ser honestos, es muy poco factible que se la recomiendes a alguien y esta persona la practique de inmediato. La uro terapia es un proceso de asimilación y aceptación de tu cuerpo, pero te reitero, como la mayoría de la gente piensa que la orina es un desecho, algo sucio, es muy difícil de convencerla de que esto puede traerle un bien.
— ¿Y usted cree que yo debería hacerla? —Pregunté con el rostro mostrando entre rechazo y temor.
—Como te mencioné, tienes que pasar por un proceso de aceptación —me sonrió amable y se acercó un poco más a mí, de forma confidente—. Mira, si crees que esto podría hacerte un bien, podríamos hacer lo siguiente: tú me traerías la orina que juntes en la mañana y yo utilizaría el método que usamos para la homeopatía, en otras palabras, lo que yo te entregaría sería un preparado homeopático de tu orina. ¿Qué opinas?
—Que me parece bien —contesté contento teniendo en mente que con la uro terapia que yo haría no tendría que beber, al menos no directamente, de mi orina.
Le agradecí a la doctora y me dispuse a llevar a cabo lo que me pidió y así, al día siguiente y muy temprano, le di una botella con el líquido amarillo que ese día había orinado.
—Muy bien —me dijo sonriente—, ahora tengo que prepararlo y en dos días te tendré tu medicamento.
—Gracias —me despedí contento con la promesa de volver el día que me indicó.
Al llegarse el día me presenté en su consultorio; ella me entregó una bolsita de plástico transparente que contenía un frasquito tipo gotero de color blanco translucido con un líquido transparente, me dio indicaciones de como tomarlo y me instó a regresar por más cuando se me acabara.
— ¿Cuánto le debo? —Pregunté señalando la bolsita.
—No, nada. Tú no te preocupes por eso —me comentó con su natural sonrisa—, ésta va por cuenta de la casa.
— ¿Segura? —Insistí.
—Sí, tú no te apures. Pero te reitero: no dejes tu tratamiento ni tus exámenes del hospital.
Yo asentí un par de veces y me alejé del lugar.  Después de varios metros caminados, volteé y me aseguré que la doctora ya no me viera.
“Bueno —pensé—, a ver cómo nos resulta la orino terapia “Light”. Vamos a ver a qué huele.”
Saqué el frasquito de su envoltorio y lo destapé, me lo acerqué a la nariz lentamente y con mucha precaución le di un par de olfateadas.
“¡Qué chido! —exclamé gustoso—. Huele a puro alcoholito. Así deberían de hacer todas las medicinas. Tendríamos un mundo sin guerras, por lo menos sin guerras entre madres e hijos, porque con eso de “¡Tomate tu medicina!” “¡No, mamá, no quiero! ¡Sabe muy feo!” “¡Me importa un churro a qué te sepa, te la tomas o te la tomas!”, y luego agarra al pobre escuincle y le enjareta toda la botella. Pobres de nuestros niños. En cambio si la medicina fuera como ésta… —reflexioné un poco—. No, creo que de cualquier manera seguirían los enfrentamientos, pero ésta vez al revés: “¡Qué onda, mi mamashita! Hic, ya me toca mi medishina ¿verda’?” “No, hijo, ya no tienes almorranas, ya no es necesario que tomes más” “Peros’que me duele la uña del dedo gordo del pie deresho. Nomás deme unos traguitos y ya‘stuvo.” “No, mijo, entiende que ya no te voy a dar” “Me sheva la shin… ¡Le’stoy dishiendo que me dé másh! ¡Qué me siento que me voy a morir!” “¡Se muere madres, pinche escuincle neurótico! ¡Ahora se me va a su cuarto a que se le baje el efecto de la dosis de la mañana!”  Y después le da un sopapo. Ni modo, así es la vida.”
Llegando a este punto yo ya me atendía en el hospital con el nefrólogo quien me daba medicina para mantenerme estable; me atendía con la zahorí para tratar de que se regeneraran mis riñones, y comencé a tomar la homeopatía hecha con mi orina para tratar de equilibrar el buen funcionamiento de mis órganos. Estaba probando con tres diferentes opciones… y aún faltaban más.