viernes, 28 de diciembre de 2012

Capítulo 10



Desesperación ©Luis Orquín Domínguez. -Su uso es puramente ilustrativo.

Durante todo este tiempo seguí mi vida normalmente: continuaba con mi trabajo como si nada pasara, tratando de pensar lo menos posible en mi condición.
Yo mismo intentaba darme ánimos, queriendo o no, ignorando mi padecimiento.
“Vamos, échale ganas, que al cabo lo que tengo no es grave y al rato vas a ver que sólo fue un error y que estoy más sano que un caballo de carreras.”
En ciertas reuniones, familiares o con amigos, veía a varias personas departiendo, fumando y bebiendo cerveza o tequila sin ninguna preocupación, y yo como el chinito: nomás “milando”.
“Estaría bien que, en lugar de medicina, me recetaran cinco cigarros diarios y algunas copas por lo menos una vez a la semana. Ahí sí me aplicaba a seguir las indicaciones del médico, no importando lo que opinen los demás.”
Pero la verdad era otra; aunque los medicamentos alópatas en sí no tenían sabor, porque eran cápsulas o pastillas, y la homeopatía no me causaba molestias, la organoterapia sí la sufría.  Recuerdo muy bien que, según transcurría el tiempo, me era cada vez más difícil el levantarme por las mañanas: me sentía más pesado, más fatigado, y desde el momento que destapaba el primer frasco y el olor de éste me llegaba a la nariz, me hacían querer dejar de tomarlo. El sabor me parecía cada vez más desagradable, pero recordando que lo que hacía era para mi bien, y con la esperanza de evitar una cirugía, seguía con el proceso.
Una a una las gotas iban cayendo al agua y se fundían con ella hasta terminar la primera toma, después tomaba el segundo frasco y repetía la maniobra; cuarenta gotas. Lo mismo hacía con el tercero.  De sólo ver la forma en cómo el medicamento se revolvía con el agua, ya podía percibir el mal sabor en la boca, y ya no hablar del momento en que la tomaba: cada vez me daba más asco sintiendo que ya no podría hacerlo de nuevo, pero al siguiente día volvía a levantarme sintiendo más y más hastío, y resignándome a tomar la siguiente dosis.
“Dios mío —pensaba cada mañana—, ¿y ahora qué voy a hacer? —Volteaba a ver a mi esposa y a mi hijo quienes aún dormían en sus respectivos aposentos. — ¿Y ellos qué van a hacer? ¿Y mi hijo qué va a hacer si yo…? —Acariciaba su pequeña cabeza, dentro de su cuna, una y otra vez. En esos momentos me daba cuenta del gran silencio que se apoderaba de la recámara—. ¿…qué va a hacer si yo muero?
Y sentía cómo una gran impotencia, angustia y desesperación, crecían dentro de mí.

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