viernes, 28 de diciembre de 2012

Capítulo 8




Solo ©Ramón L. Morales

Cierto día me encontraba trabajando normalmente mientras escuchaba la radio en una estación donde suelen pasar programas de información, ya sea general, de noticias o de entretenimiento, cuando escuché algunas palabras que llamaron fuertemente mi atención.
Dejé lo que estaba haciendo para colocarme a un lado del aparato receptor para así no perder detalle de lo que se decía. Las personas que hablaban desde cabina eran tres o cuatro comentaristas y la invitada, quien era especialista en un tratamiento alternativo llamado organoterapia, el cual consistía en hacer que los órganos del cuerpo, cualquiera de ellos, que estuvieran atrofiados se regeneraran y recuperaran su función normal por medio de ésta técnica. La mujer comentaba que este tratamiento tenía sus bases en la homeopatía debido a que el proceso con el que se realiza el medicamento es básicamente igual.
—Para lograr esta medicina lo que se hace es —aclaró la especialista—, básicamente, criar un ganado vacuno de forma especial, completamente natural y sin ningún tipo de químico, para de ese animal tomar el órgano similar y después pulverizarlo para diluirlo varias veces hasta que quede preparado para ser ingerido y haga la labor para la que fue creado.
— ¿Es decir que si yo padezco del hígado, el órgano a preparar es un hígado de una res? —Preguntó un comentarista.
—Así es, y lo mismo se hace con todos los demás órganos.
—Digamos que yo padezco de la vista —cuestionó otro de los comentaristas— ¿en ese caso lo que me tengo que tomar es esa disolución hecha con el globo ocular de una vaca?
—Sí. Suena un poco gracioso, pero así es.
— ¿Y cuánto cuesta este tratamiento y cuánto tiempo tiene que tomarlo alguien enfermo para que pueda ver resultados favorables?
—El precio varía un poco dependiendo del tratamiento a seguir y del tiempo que necesite el mismo. La organoterapia es lenta en su acción, pero los resultados son excelentes.
Mientras escuchaba el reportaje se me vinieron varias preguntas a la mente, por lo que agucé oído mientras anotaba mis interrogantes en una hoja para mandarlas por fax al programa, para ver si era posible que le dieran respuesta a mis diferentes inquietudes. Poco tiempo después, mis preguntas fueron expuestas a la mujer.
—Pasamos ahora a algunas preguntas que nos hacen los radioescuchas —anunció el locutor de manera clara y pausada—: nos piden que le preguntemos a nuestra invitada lo siguiente: ¿La organoterapia sirve para casos de insuficiencia renal? ¿Es posible que, realizando la organoterapia, se pueda evitar el trasplante renal? ¿Cuál es el costo del tratamiento? ¿Cuánto tiempo dura el tratamiento?
—Bueno —contestó la invitada—, he tenido casos de gente ya dializada que, haciendo la organoterapia, incluso se les ha retirado la diálisis, por lo que han evitado una operación más grande como lo sería un trasplante renal. El costo del tratamiento influye directamente en el tiempo del mismo, si se es constante es muy probable que en algunos meses pueda obtener resultados positivos.
— ¿No hay un tiempo determinado para ver la mejoría? —Cuestionó uno de los comentaristas.
—La mejoría puede observarse en unas semanas o en algunos meses, depende mucho del avance de la enfermedad.
Al escuchar toda la entrevista, apunté los datos necesarios para pedir una cita con la mujer, esperando que con la terapia que ella sugería mi enfermedad desapareciera.
Mientras hacía esto, no dejaba mis consultas ni mis exámenes en el hospital; me hacían análisis de sangre para comprobar mi compatibilidad con algún donador que, en mi caso, podía ser alguno de mis hermanos o de mis padres.
Al examinar las diferentes muestras de nuestras sangres, surgió la compatibilidad solamente con mi padre, de lo cual él estuvo muy de acuerdo como me lo manifestó, con una sonrisa en los labios, en una plática que tuvimos en el taller:
—Mira —me dijo—, tú y yo somos del mismo tipo de sangre, y estoy muy complacido por esto, ya que yo he vivido mis años y creo que es mejor que las cosas se hayan dado de esta manera, que sea yo quien te done.
Yo lo escuchaba atentamente con tristeza en mi corazón. Yo sabía que, al donador del órgano, fuera quien fuera, los exámenes le traerían dolor y que harían que su vida se modificara sobre todo en sus hábitos. Esto no le importó a mi padre. Mientras oía sus palabras, no emití opinión alguna. No me sentía con el derecho de pedir que hiciera tal sacrificio por mí, que cambiara su forma de vivir por mí, que sufriera dolor por mí… pero parecía que nada de esto le importaba, que ignoraba por lo que pasaría aunque ambos sabíamos muy bien todo el proceso por el que pasaría y a qué se expondría.
Poco a poco nos fuimos integrando, mis padres y yo, a una serie de pláticas mensuales las cuales tenían lugar en el Centro Médico y que trataban acerca del protocolo de trasplante y con todo lo relacionado al mismo. Varias personas daban este tipo de conferencias en donde se nos hablaba francamente y todas nuestras preguntas eran respondidas con honestidad, ya que es mejor saber a lo que te enfrentas a que las cosas te pasen, digamos, de sopetón. En estas platicas, que por lo general se impartían en una especie de sala de convenciones, ya que contaba con un escenario y un micrófono, se hablaba de nuestros derechos como afiliados al IMSS, nuestras dudas en cuanto al trasplante, como sería la vida después de la cirugía, comida, exámenes, trabajos, responsabilidades, etc, etc, etc. Incluso se hablaban de los mitos y miedos, de los comentarios que se escuchaban con respecto a las experiencias de terceros. También se tocaban temas como el sexo después del trasplante, creo que todos suspiramos con alivio cuando nos aclararon que nada de esto cambiaría, que podríamos seguir llevando nuestra vida sexual sin ningún problema.
“Híjole, que susto nos llevamos todos. Aunque es lógico pensar que nada de esto pudiera cambiar, si lo que van a hacernos es trasplantarnos, no cortarnos los… eh… ánimos.”
Pero sigamos con la cita de la organoterapia. El día que fui a la dirección acordada, me encontré en una casa de barrio medio-alto, de dos pisos y color blanco. Toqué el timbre y algunos segundos más tarde, me abrió un hombre y, después de presentarme y explicar el motivo de mi visita, me pidió que entrara y esperara un poco sentado en una silla mientras la zahorí, que es el título que posee la mujer encargada de las consultas, siendo así la manera cómo la llamaban y quien fuera a la estación de radio, terminaba su reunión con otro paciente.
Al cabo de unos 15 minutos, una mujer salió de la habitación que mantenía la puerta cerrada y cruzó frente a mí para salir hacia la calle. Después la Zahorí, otra mujer más joven que se dejaba ver en el umbral de la puerta mencionada anterior, me instó a que entrara a su consultorio, me sentara en una silla frente a su escritorio y le comentara el porqué de mi visita. El cuarto era espacioso con una gran ventana frente a la puerta y unos estantes en la parte de atrás, a mano derecha, con una gran cantidad de cajas y frascos goteros.
—Estoy aquí porque me quieren hacer trasplante de riñón —contesté a su pregunta—, y escuché en un programa de la radio acerca de su tratamiento y vengo a ver qué se puede hacer por mi enfermedad.
                —Bien —respondió ella—, antes que nada, vamos a ver en cuál órgano se encuentra tu padecimiento.
“¿En cuál órgano se encuentra mi padecimiento?” No entendí qué trataba de decirme. Yo le notifiqué claramente que sufría de los riñones. Me quedé algo desorientado por su respuesta mientras que ella tomaba una hoja enmicada y la colocaba sobre su escritorio con las letras hacia mí, sacó después un pequeño collar con un cristal romboide a manera de dije y lo sujeto con el pulgar y el índice. Lo colgó sobre la hoja que me había mostrado y éste comenzó a moverse en círculos de manera autónoma, no recuerdo hacia qué lado pero sí que sus dedos parecían no moverse. Los círculos se hacían pequeños rápidamente hasta que el dije quedó estático señalando un recuadro donde estaba escrita la palabra “riñones”.
—Así es —me dijo la zahorí—, tu problema son los riñones pero…
El dije se movió una vez más apuntado ahora el recuadro con la palabra “bazo”.
—…al parecer también tienes un ligero daño en tu bazo.
—Eso no lo sabía. ¿Es malo? —Inquirí.
—Realmente el daño es menor pero es mejor corregirlo ahora.
—Bueno, ¿cuál es el paso a seguir?
—Bien. La organoterapia es un tratamiento que se basa en el principio homeopático, teniendo esto en cuenta, los laboratorios que me surten de esta solución utilizan los órganos de ganado bovino. Este ganado se cría de manera totalmente natural y al llegar a una determinada edad, el animal se sacrifica y los órganos le son extraídos y, como te dije antes, son usados en el principio de la homeopatía, el cual, básicamente, trata de tomar una pequeña parte del similar, en tu caso es el riñón, y diluirlo y dinamizarlo. Una vez terminado este preparado, se receta a los pacientes. Es un proceso lento pero seguro. Si te decides a probar este tratamiento, tus riñones podrían regenerarse en algunos meses y tu bazo recobraría su función normal.
Después de pensarlo por un segundo, le di mi consentimiento a la mujer para probar la organoterapia, aunque realmente ya iba resuelto a hacerlo.
—Muy bien —dijo ella al constatar mi aprobación—, el tratamiento consta de tres frascos goteros: uno con el similar del riñón, uno con el similar del bazo y el último con similar de placenta. Este último es para ayudar a tu cuerpo a asimilar mejor y más rápido el proceso de regeneración.
Ella se levantó y caminó atrás de mí hacia donde se encontraban los estantes con una multitud de envases y frascos. Tomó tres de diferentes sitios y volvió a sentarse frente a mí.
                —Bueno, aquí tienes.  
Me presentó los frascos y me dio indicaciones de cómo usarlos. Al despejar las dudas que tenía sólo quedaba el asunto del pago, el cual sí fue un poco fuerte. Ella, al tomar el dinero me comentó:
—El costo es algo elevado, pero es como si estuvieras pagando tu trasplante, aunque en un poco más de tiempo y sin cirugía.
Tomé las cajas, di las gracias y salí de la casa. Ya afuera lo primero que hice fue examinar el contenido de los envases de cartón color ocre: Los tres decían el nombre de los laboratorios con su logotipo y su procedencia, la única diferencia radicaba en las etiquetas del similar selladas con letras azules, uno decía riñón, el otro bazo y en el tercero se leía placenta. Destapé los frascos y al acercarlos a mi nariz hice un gesto de asco, los tres despedían un olor similar y los tres olían mal. El color del líquido era café opaco, turbio, y el envase era blanco translúcido con una etiqueta con las mismas características de la caja: color ocre, el nombre y logotipo del laboratorio, y en un recuadro blanco el nombre del similar impreso con un sello azul. Las instrucciones que me dio la Zahorí de cómo tomarlo fueron las siguientes:
“Poner en un vaso lleno de agua 40 gotas de cada disolución y tomarlo 2 horas antes del desayuno. Esto debe hacerse diariamente.”
Seguí las instrucciones fielmente, aunque esto me obligaba a hacer una modificación en mi ritmo normal de vida afectando mis horas de comida y sueño.
“Me lleva la… ahora sí —renegaba para mis adentros—, tengo que levantarme desde las seis y media y hacerme güey hasta las ocho y media pa’ desayunar. Bonita fregadera.”
Cuando empecé con este tratamiento, mi mamá me mostró un libro que le habían prestado, que abordaba la curación del cuerpo por medio de la orino terapia o uro terapia, en él se mencionaba que es posible curarte de cualquier enfermedad por medio de la ingesta de tu propia orina. Me sorprendí bastante al conocer esta técnica.  Aunque no leí todo el libro, lo poco que alcancé a entender era que la orina, cuando sale del cuerpo, es estéril; que es una auto-vacuna, ya que regresamos a nuestro sistema los “desechos” del organismo; que los componentes de la orina no son tóxicos; no existen reacciones secundarias; puede ser tomada por cualquier persona y de cualquier edad, siempre y cuando la ingesta sea de su propia orina; puede tomarse mezclándola con un poco de jugo para irse acostumbrando al sabor; que en un inicio lo mejor es tomarla en ayuno y después, poco a poco, ir ingiriendo más cantidad hasta el punto que uno desee; que debe beberse en un periodo no mayor a quince minutos después de ser expulsada y más cuestiones por el estilo que, por producirme rechazo a la idea, no leí. Mi madre me insistió en que leyera más de esta técnica, que consiguiera más información y que, si lo consideraba prudente, y teniendo en cuenta mi enfermedad, la intentara, y así lo hice pero de una manera muy diferente, una variante de la “original”.

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